El témpano que acabó irradiando calidez
Los británicos han idolatrado a Isabel II, sobre todo en los últimos años de su reinado
Isabel II era fría como un témpano cuando accedió al trono el 6 de febrero de 1952 pero ha fallecido convertida en una bisabuela que irradiaba calidez a ojos de los británicos, que la adoraban. La monarquía, temblorosa a menudo a pesar de que no hay una alternativa republicana a la vista (ni siquiera los independentistas escoceses reniegan de ella), ha encontrado siempre en Isabel II a su mejor sostén. Con la excepción, bien conocida, de los turbulentos días de la muerte de Diana en 1997, cuando la reina se obstinó en quedarse en Balmoral al cuidado de sus nietos Guillermo y Enrique (hizo bien, la defienden unos pocos) en lugar de viajar a Londres, bajar a media asta la bandera del palacio de Buckingham en señal de duelo y mostrar mayor respeto por la muerte de la que aunque ya no era la esposa del heredero, Carlos, era la madre del siguiente en la línea de sucesión, el príncipe Guillermo.
La reina de Inglaterra más longeva de la historia llegó al trono en tiempos de Churchill y Stalin, cuando Brasil no había ganado ningún Mundial de fútbol, la Unión Europea no existía ni soñábamos con llegar a la Luna, con los móviles o con el metaverso. Isabel no pasará a la Historia por su simpatía, pero rara vez ha metido la pata, y ha destacado siempre por su discreción y su capacidad de trabajo. O sea, su “profesionalidad”. De ella se ha dicho que se entiende mejor con los perros y con los caballos que con los hombres y, sobre todo, las mujeres. Pero eso no ha impedido que, sobre todo en los últimos años de su reinado, cuando la vejez ha ido suavizando su rigidez, los británicos acabaran idolatrándola.
A pesar del boato y la riqueza, su vida no ha sido fácil. Quizás porque nunca quiso ser reina (y probablemente no lo hubiera sido si su tío Eduardo VIII no hubiera abdicado en 1936, colocando a su hermano en el trono como Jorge VI y a ella en primera fila en la línea de sucesión). O quizás porque, aunque perdidamente enamorada de su marido, el príncipe Felipe de Edimburgo, desde que le conoció siendo aún una adolescente, la familia fue siempre una fuente de disgustos: los divorcios en cadena (desde su hermana Margarita hasta tres de sus cuatro hijos); el matrimonio trágico de Carlos y Diana; las acusaciones sexuales de estos años contra su hijo favorito, Andrés; las desavenencias con su nieto pequeño, el príncipe Enrique…
Su gran pasión, aparte de perros y caballos, ha sido la Commonwealth, la comunidad de naciones creada como sombra permanente del viejo Imperio. Pero ahora que ya no está ella en el trono, hasta eso se adivina en peligro. Quizás porque, a pesar de su carisma de última hora, Isabel II apenas ha sido capaz de modernizar la monarquía británica. O quizás porque una monarquía británica moderna y sin boato aún tendría menos sentido que el que tiene hoy. A fin de cuentas, ¿qué sería de Westminster sin la parafernalia del discurso de la reina? Bueno, del rey...
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