Clases sobre esterillas y escuelas clandestinas para mujeres en el Afganistán rural de los talibanes
Una ONG pone en marcha un proyecto de colegios móviles para enseñar a niños y niñas en pueblos sin centros educativos
Las niñas Shafiqa, Amina, Robina o Ariana y los niños Aminullah, Zulmy, Zabiullah o Mohammed Irfan viven en un pueblo remoto del sureste de Afganistán en el que no hay colegio. Sentados sobre esterillas ―ellas delante y ellos detrás―, un centenar de menores asiste a clase en un pedregal al aire libre. Un motocarro, dotado de una vistosa caseta azul alimentada por paneles solares, hace las veces de escuela móvil en Spin Boldak, un distrito de la provincia de Kandahar, en Afganistán, lindante con la frontera de Pakistán. El profesor Mohamed Daud, de 31 años, motiva a los alumnos, que, raudos, levantan la mano cuando son interpelados en nombre de Alá. Daud les va pasando el micrófono inalámbrico para que todos puedan escucharse en medio de la explanada. “La situación del país cambiará solo si se educa a la generación futura”, dice Daud, que lleva cuatro años dando clases como voluntario.
Hasta el momento, solo hay dos de estos artilugios escolares. Parece una nave espacial recién aterrizada en medio del polvo que domina el paisaje de color pardo del poblado de casas de adobe. Dispone, por un lado, de una pantalla electrónica y, por el otro, de una biblioteca. Delante, la motocicleta que impulsa el improvisado colegio diseñado por la ONG Pen Path, que lucha desde 2009 en favor de la educación en el Afganistán rural. En estos años, han logrado crear 46 nuevos colegios y reabrir un centenar en 16 de las 34 provincias del país, algunas de ellas en las zonas más castigadas por la guerra, explica el fundador de la organización, Matiullah Wesa, de 30 años. “La educación pertenece al pueblo, no a los talibanes ni al Gobierno”, defiende. En Afganistán hay 13 millones de menores en edad escolar; 4,2 millones de ellos no están escolarizados, según datos de Unicef.
Que un pueblo como este, levantado a base de casas de barro y sin un metro de asfalto, no disponga de centro escolar no es un caso extraordinario en un país donde hasta las infraestructuras más básicas sufren tras más de cuatro décadas de guerra. Ese vacío se ha agrandado desde que, hace un año, los talibanes impusieran un Emirato Islámico, que impide a las niñas seguir yendo a clase a partir de secundaria; una prohibición única en el mundo, según Naciones Unidas. Por eso, además de la escuela móvil, que empezó a circular en mayo de este año, Pen Path organiza también escuelas clandestinas con las que tratan de paliar el veto a la educación femenina de los fundamentalistas. La trayectoria de esta ONG, en un país donde el viento sopla permanentemente en contra, más allá de que los talibanes detenten ahora el poder, está plagada de encontronazos con las autoridades y con una población aferrada a un conservadurismo atávico.
En 2001, recién desterrados del poder los talibanes, después de un quinquenio gobernando a sangre y fuego, el padre de Matiullah Wesa, Mohamed Khan, un jefe tribal de Kandahar, apostó por construir una escuela en el distrito de Mrouf. Pese a las reticencias de parte de la población, en 2003 el proyecto funcionaba con casi un millar de alumnos y alumnas, de media docena de pueblos, que recibían clase bajo árboles y jaimas o en mezquitas. Aunque de forma precaria, era la primera vez que había colegio en más de dos décadas. Pero en 2004 un grupo de hombres armados quemaron todo, cuenta Wesa, para a continuación recordar el enfado de su padre, dispuesto a seguir, a vida o muerte, con aquel colegio. Una noche, los talibanes fueron a su casa y le amenazaron: si seguía defendiendo la educación, lo mataban. Fue entonces cuando la familia se vio obligada a refugiarse en el distrito de Spin Boldak, uno de los lugares donde en los últimos meses ha empezado a funcionar la escuela móvil.
Matiullah Wesa, de 30 años, acabó siguiendo la estela de su padre, fallecido en 2012. Fundó la ONG Pen Path en 2009 junto a uno de sus hermanos. Hoy cuentan en las 34 provincias del país con unos 3.000 colaboradores, entre los que hay voluntarios de base, empresarios o líderes religiosos y tribales. No reciben financiación institucional ni del extranjero. “Este es el mejor camino de la educación, la paz y los derechos humanos”, defiende Wesa.
En cuanto a las escuelas clandestinas: son un total de 39 y funcionan gracias a 139 profesoras. En ellas reciben formación unas 5.000 mujeres, casi todas en nivel de primaria, y también niñas de secundaria. Para garantizar que el proyecto siga funcionando, la ONG no ofrece más detalles ni permite realizar visitas. Paralelamente, en 2018 pusieron en marcha una campaña puerta a puerta para sensibilizar a las familias de la necesidad de que acepten que las mujeres y las niñas sean escolarizadas, pues, más allá de las decisiones del Emirato, el extremo conservadurismo lleva a muchas familias a facilitar solo la educación de los varones. Wesa, con un convulso currículum por haber sufrido ataques, amenazas de muerte, detenciones y traslados a comisaría, considera un logro haber conseguido hasta 22.000 permisos firmados de padres para que sus hijas puedan acudir a clase. Además, Pen Path ha puesto en marcha el proyecto Un libro por la paz con 40 bibliotecas públicas y 48 profesores, dos de ellos en Canadá y otros dos en EE UU, que imparten clases online.
Afganistán cuenta hoy con una población de 41,7 millones de habitantes, de los que el 54% son niños, según datos de Unicef. El 97% de los afganos viven en la pobreza; el 92% no dispone de los alimentos necesarios, además de destinar el 90% de sus ingresos a comida. El 28% de las niñas, frente al 7% de los niños, son casadas antes de la mayoría de edad y en el 13% de los hogares vive un niño entre los 6 y los 17 años que trabaja en condiciones difíciles, según esta agencia de Naciones Unidas.
En medio de ese panorama, no es poco que los niños del pedregal del distrito de Spin Boldak puedan asistir a clase, aunque sea en una esterilla y al aire libre. Siguiendo la senda que marca el islam, las lecciones están trufadas de dichos y referencias religiosas: casi todo se aprende en nombre de Alá. Matiullah Wesa, el fundador de Pen Path, apuesta por ese tipo de enseñanza, pero, al mismo tiempo, hace frente a la exclusión femenina y las restricciones impuestas por los talibanes. Más allá de las pequeñas que asisten al improvisado colegio móvil, no se ve a una sola mujer por el pueblo, un erial dominado por hombres y jóvenes. Micrófono en mano y de pie, uno de los niños lanza: “En el nombre de Alá, Afganistán es la casa de todos nosotros. Es verdad que hoy somos todos niños, pero, en el futuro, creceremos y haremos de nuestras heridas un jardín. Mañana, reedificaremos nuestro país”. Y todos repiten machaconamente a coro.
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