La industria de la anglofilia
De igual modo que en el medievo se asaba un ternero, hoy el Estado británico concede a su pueblo dos días de vacaciones por el Jubileo de Platino de Isabel II y una cadena de ‘pubs’ vende pintas a precios de hace 70 años
Marks and Spencer ha sacado al mercado una cerveza de celebración y Fortnum and Mason —proveedores de la Real Casa desde el siglo XVIII— ha puesto a la venta un té cuyas “notas dulces y melosas” parecen hacerlo “digno de una reina”. Quizá sea cosa del célebre pragmatismo de las islas que la reverencia no esté reñida con la ganancia: en una ocasión tan festiva como el Jubileo de Platino de Isabel II, bien está que las libras circulen con alegría. Y así, no son pocas las empresas que se han sumado a la fiesta: una conocida marca ha lanzado unas patatas fritas con sabor a “pollo coronación” —plato ideado en 1952, para el ascenso de la reina al trono— y un peluquero ha encapsulado la primavera inglesa en un acondicionador que huele a fresas con nata.
No debiera llamar la atención: baste pensar hasta qué punto la historia y las instituciones británicas —de Dunkerque a Los Tudor y de The Crown a Churchill— logran generar, año tras año, unos devengos de primera. Hablamos de una industria de la anglofilia que, además, lleva consigo un efecto derrame: proyectar una imagen positiva y reconocible del país y alimentar la autoestima nacional de un pueblo que, tras ganar dos guerras mundiales, se siente muy cómodo habitando su historia. En fin, de igual modo que en el medievo se asaba un ternero o se abrían las cubas del vino, hoy el Estado británico concede a su pueblo dos días de vacaciones, y una cadena de pubs cobra la pinta —seis peniques— al precio que tenía hace 70 años. Como ya observó Moratín hijo en el XVIII, se trata de “brindar por el rey y nuestra gloriosa Constitución”. Nada ha cambiado, salvo que hay reina.
Con Londres enguirnaldado, los alérgicos a las banderas harán bien en buscar otro destino para el fin de semana: es irónico pensar que la última vez que Inglaterra se adornó tanto fue para la boda del príncipe Harry con Meghan cuatro años atrás. Ahí hubo también pretexto para la memorabilia. A las gentes, según la vieja frase de Bagehot, no solo les interesa mucho más un matrimonio que un ministerio, sino que un acierto del sistema de monarquía parlamentaria es “llevar el orgullo de la soberanía al nivel de la vida diaria”: a esos amores y desamores, nacimientos y muertes, en los que nos reconocemos todos. Porque no solo hablamos de negocio. El mismo tratadista, al preguntarse por la razón de la adhesión monárquica de los británicos, afirma que es una categoría que “escapa a los estudiosos de la filosofía política”: “El afecto”.
Hace apenas un año, Isabel II conmovía a los británicos en la soledad de su duelo por el duque de Edimburgo. Hoy todavía está por confirmarse su grado de participación en los propios actos del Jubileo. En este tiempo, hemos visto que su presencia, que hasta ahora marcaba los ritmos del año como un calendario litúrgico, se retraía: baste pensar que el príncipe Carlos la sustituyó en la apertura del Parlamento.
Todo cambia. Tras abrir brecha Barbados, es casi inevitable que buena parte de la docena larga de países en los que Isabel II es monarca constitucional, de Nueva Zelanda a Belize, se conviertan en repúblicas. Ese ambiente palparon los duques de Cambridge en un viaje al Caribe anglófono en el mes de marzo. Otras cosas, en cambio, han de permanecer: la huella de Isabel ha sido tanta que, cuando ocurra lo inevitable, a muchos les costará adaptarse y brindar por el rey y no por la reina. Una reina con tantos años en el trono que se ha convertido en una figura tan familiar como los acantilados de Dover, la lluvia inglesa o el gesto de espera de su hijo Carlos.
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