El temor de los menores tras la matanza de Uvalde: “No he vuelto a clase, tengo miedo de que me disparen”
El tiroteo masivo de Texas llena de ansiedad a estudiantes, padres y profesores de todo Estados Unidos y reabre el debate sobre la eficacia de la seguridad en los colegios
Elizabeth Bechard vive en Durham (Carolina del Norte) y es madre de gemelos, chico y chica, de seis años. Estaba en casa cuando el martes se enteró en Twitter de la matanza de 19 niños y dos profesoras de una escuela de primaria en Uvalde (Texas), a 2.400 kilómetros de distancia. No pudo evitar echarse a llorar. Ese día, sus hijos no habían ido a clase porque estaban enfermos. El niño la abrazó y le preguntó qué le pasaba. “Se asustó al verme tan afectada”, recuerda. El viernes, volvió a llorar. Fue cuando mandó a su hija a clase por primera vez en días. “La envías sabiendo que cualquier cosa podría pasar. No siento que esté especialmente protegida”.
Bechard es una de los millones de madres que esta semana han sentido en Estados Unidos un hondo escalofrío al ver las noticias. “Es inevitable; no es difícil ponerse en la piel de esa gente”, dice Claudia Suaznabar, que vive en Washington y tiene una hija en primaria, de la edad de los niños asesinados en Texas. Los alumnos mayores de su escuela, Oyster Adams, han organizado esta semana por iniciativa propia una marcha “hasta la Casa Blanca” para exigir a los políticos “que tomen cartas en el asunto”. “Nosotros hacíamos simulacros de incendios en clase”, recuerda Suaznabar. “A nuestros hijos les enseñan a sobrevivir a un tiroteo masivo. Es espeluznante que tengan que aprender eso, pero al mismo tiempo tranquiliza que lo hagan”.
A la periodista Ana B. Nieto, residente en Nueva York, la sorprendió, un viernes de 2019, uno de esos lockdown drills (literalmente: simulacros de aislamiento). Había ido al colegio de su hijo, de ocho años, con dulces para celebrar su cumpleaños. “Nos metieron en un despacho, cerraron la puerta y nos pidieron que no nos asomáramos al ventanuco que daba al pasillo”, afirma. Oía los pasos de la policía, el barrido que hicieron de la escuela en silencio. “Pensé en cómo resonarían los disparos en ese silencio. Perdí el sentido del tiempo, mientras los que estaban encerrados conmigo seguían a lo suyo; alguien hasta hacía crucigramas. Solo sabía que mi hijo estaba a cuatro o cinco puertas, y yo me preguntaba qué estaría pasando por su cabeza”.
Las reglas de esos simulacros difieren ligeramente de un Estado a otro, pero en todos existe la obligación de celebrarlos entre tres y cinco veces por curso (así que si empiezan cuando los niños tienen cuatro o cinco años, acaban participando hasta en unos 70 antes de graduarse). Hay que cerrar las puertas de las clases, apagar las luces, separar a los niños en grupos para, llegado el caso, minimizar las bajas, enseñarles a guardar silencio y señalar los mejores lugares, como armarios, esa esquina que es un punto ciego o bajo la mesa del profesor, para esconderse.
Consciente de que la onda expansiva de Uvalde había alcanzado los muros de su colegio, la directora de otra escuela del centro de Washington, Marie Reed, de primaria, envió el jueves a los padres un correo para tranquilizarlos. Les recordaba las medidas de seguridad del colegio: puertas siempre cerradas, timbres, circuito de vídeo y dos guardias (desarmados). Y Nieto no podía evitar preguntarse este viernes en una conversación telefónica desde Nueva York si todo eso es una “defensa suficiente cuando alguien entra con armamento de guerra”, como el empleado por el asesino esta semana.
El correo electrónico de la directora hablaba de los simulacros, sobre cuyo impacto psicológico en los alumnos hay un debate en Estados Unidos —aunque los padres consultados para este reportaje cuentan que sus hijos los viven como algo natural—. También compartía artículos con pistas sobre la mejor manera de hablar con los niños sobre lo sucedido. “Es un equilibro casi imposible. Quieres que sepan lo que ha pasado, pero al mismo tiempo deseas protegerlos”, asegura Bechard, que recuerda que “los últimos tiroteos, como el reciente de Búfalo [10 afroamericanos muertos en un supermercado], han afectado sobre todo a minorías”.
Tanto el Distrito de Columbia (Washington) como Nueva York, cuya gobernadora, Katy Hochul, ha ordenado el refuerzo de las patrullas policiales a raíz de la masacre de Uvalde, se encuentran entre los lugares del país con leyes más restrictivas sobre posesión de armas. No se puede decir lo mismo de Carolina del Norte. Bechard recuerda que el Estado en el que vive —y en el que estudió, “cuando había que saber a qué barrio era mejor no ir, pero no había tiroteos en las escuelas”— tiene dos senadores republicanos, que “han recibido millones y millones de dólares del lobby de las armas, la Asociación Nacional del Rifle [NRA, por sus siglas en inglés], para que no cambien las leyes”.
Rechazo al control de las armas
En la reunión anual de la NRA, celebrada este fin de semana en Houston, a 400 kilómetros de la tragedia, el desafiante vicegobernador de Carolina del Norte, Mark Robinson, sentenció ante una audiencia enfervorecida que la solución no es un mayor control en la venta de pistolas y fusiles, sino “gastar en proteger los colegios tanto como se gasta en proteger los aeropuertos, los bancos, el dinero y a esos políticos demócratas, izquierdistas comunistas, de Washington”.
Los defensores a ultranza de la Segunda Enmienda se agarraron en los primeros momentos tras la tragedia de Uvalde a que el problema no era que el asesino, Salvador Ramos, de 18 años, hubiera podido comprar dos fusiles de asalto, sino su salud mental y la responsabilidad de la sociedad en su deterioro. A medida que se han ido conociendo los fallos en la seguridad de la escuela primaria Robb —el joven pudo entrar por una puerta que alguien dejó abierta, y la policía tardó, a la espera de los refuerzos, 45 minutos en irrumpir en la clase en la que estaba Ramos—, la NRA ha cambiado su estrategia de ataque: si el centro educativo hubiera estado mejor blindado, la tragedia podría haberse evitado.
Después de Robinson, habló en Houston Donald Trump, que cuando era presidente desempolvó una vieja aspiración republicana para resolver el problema: armar a los profesores. Fue en respuesta a la matanza en un instituto de Parkland (Florida). Aquel día, en el que murieron 17 alumnos, quedó fijado en la trágica historia de los tiroteos en escuelas. El primero del que hay registro se produjo en 1927, pero fue la masacre de Columbine (en 1999; 13 muertos, más los dos asesinos) la que marcó un antes y un después, del mismo modo que en 2012 lo hizo la de Sandy Hook Elementary School (en Newtown, Connecticut, 26 muertos). En lo que va de año, se calcula que ha habido 27 tiroteos en colegios (con 27 muertos y 83 heridos, según Education Week).
Armas en las aulas
La Agencia Educativa de Texas calcula que unos 253 profesores ya doblan trabajo en el Estado como guardias de seguridad. Así es en la localidad de Utopia, a menos de una hora al norte de Uvalde. Desde hace cuatro años, la única escuela del pueblo tiene un puñado de armas repartidas por las aulas a disposición de los docentes. Se tomó esa decisión tras otro tiroteo en el Estado, que dejó 10 muertos en el pueblo de Santa Fe. Su director, Brian Hernández, consideró el viernes en una conversación con EL PAÍS que esa es “la única manera” de defenderse. “La comisaría más cercana está casi a 30 minutos”, añadió.
Utopia es una localidad de poco más de 200 habitantes, aislada en la estepa tejana, en la que, según un vecino de la escuela, Gerry Davis, todos están armados. “Somos un rudo pueblo tejano”, aclaró Davis, mientras su hija reconocía a su lado que le da “seguridad” que sus profesores tengan armas. Con todo, esta semana no ha ido a clase. “Tengo miedo de que me disparen”, dijo. También se han saltado las clases Camila y Gabriela Villegas, de 13 y 14 años, que llegaron este jueves a Uvalde desde Crystal City, a 40 minutos en coche, para participar en el improvisado homenaje montado con 19 cruces en la plaza mayor del pueblo, epicentro de la tragedia. “Ni siquiera hemos ido a la graduación, que era esta semana. Más de la mitad de nuestros compañeros tampoco”, contó la hermana pequeña después de depositar una flor blanca en una de las cruces.
La cotidianidad del terror también causa mella en los profesores. Texas reportó en abril el mayor número de bajas de docentes en décadas. Casi 500 contratados informaron al sistema de que lo dejaban. En los últimos seis años, la cifra asciende a más de 2.000. La profesora Skyler Walker, que estaba en sexto cuando ocurrió la matanza de Columbine y en la universidad cuando un tirador mató a 32 personas en Virginia Tech, lo achaca al desgaste de la pandemia y a la violencia armada que ha tomado las aulas.
“Cada vez que hay un tiroteo pienso que podría pasar en mi aula”, explica esta profesora de un instituto a las afueras de Houston, cuyos alumnos son principalmente latinos, hijos de migrantes centroamericanos y mexicanos. El viernes acudió a las puertas de la convención de la NRA para protestar. “En clase debo mantener la puerta cerrada con seguro todo el tiempo. Eso quiere decir que si un niño pide ir al baño y pasa algo, no puedo abrirle la puerta para que vuelva a entrar”, asegura. La profesora guarda en un cajón unas barras de metal para usarlas como armas si irrumpe un tirador en el aula. “Si tiene la llave maestra, no servirá de nada el seguro, así que también practicamos el arte de la barricada. Cada alumno tiene una misión especial”.
Eric Pierce, profesor también en un instituto público de Houston, reconoce que lo sucedido en Uvalde lo ha dejado “muy frágil”, pero se esfuerza por ser un ejemplo de “entendimiento y tolerancia” para que ninguno de sus alumnos “se sienta perdido y se convierta en un violento asesino”. No tiene planes de dejarlo. Tampoco piensa renunciar Walker, que se define como “demasiado terca” para abandonar a sus chicos. Ha dibujado, con todo, una línea roja que no piensa cruzar: usar un arma en clase. “Hay demasiados riesgos de cobertura para las aseguradoras. Es solo algo que dicen los políticos para desviar la atención. Siempre pido a mis amigos que piensen en su peor maestro del instituto. ¿Les gustaría que tuviera un arma? Claro que no. Yo, desde luego, no quiero estar armada. ¿Qué pasa si debo apuntar a uno de mis alumnos?”, se pregunta. “Es inconcebible”.
Impotentes ante el ‘lobby’ del rifle
Gerardo Romo, empleado del Ayuntamiento de Nueva York, y Amy Whiters, pedagoga, padres de dos hijos de 10 y 13 años, consideran “irritante” ver además a los políticos “echarles la culpa a las puertas, o proponer armar a los profesores”. “Son soluciones que nadie ha demostrado que funcionen. Pero lo dicen con total impunidad”, añade Romo. La pareja se confiesa “angustiada, desesperada e impotente”, porque “el poderoso lobby del rifle no permitirá que cambie nada”. “Al revés, pasará otra vez”, dice él, que aporta sus soluciones: “Más control en la venta de pistolas e invertir en salud mental”. El corolario que ofrece Romo es aplastante: “Tenemos que revisarnos como país. Un país que eleva los valores supremos de la familia pero que no tiene baja maternal, y donde suceden estas matanzas…”.
La impresión de Romo de que todo lo que no implique restringir el acceso a las armas está lejos de arreglar el problema obtuvo su respaldo desde el mundo académico en 2019, con la publicación en la revista Violence and Gender, de un estudio de los profesores James H. Price, de la Universidad de Toledo (Ohio), y Jagdish Khubchandani, de la de Nuevo México. Tras estudiar las medidas destinadas entre 2000 y 2018 a “convertir los centros educativos en fortalezas”, medidas como la instalación de detectores de metales y cristales blindados y sistemas reforzados de identificación, no encontraron “ninguna evidencia” de que hayan contribuido a reducir la violencia con armas de fuego. “Se adoptan”, escribieron, “solo para aliviar los temores de los padres y estudiantes y para hacer ver que se está haciendo algo”.
Y tampoco en eso parecen eficaces. La impresión más extendida esta semana en Estados Unidos ha sido seguramente el desánimo ante una epidemia que nadie parece capaz de (o decidido a) contener, pese a su envergadura: según un registro que lleva The Washington Post, desde Columbine, unánimemente considerado el Big Bang de las matanzas en las escuelas, se calcula que 311.000 alumnos y profesores han sufrido un episodio de violencia en clase.
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