La zona cero de la humillación rusa
En la noche del 27 de marzo, el ejército de Ucrania bombardeó un bosque a las afueras de Kiev que albergaba un enorme campamento con tropas del Kremlin. Dos meses después, los restos del ataque siguen visibles
Lo que arranca con un simple paseo por el campo acaba en la visita a un escenario dantesco. Aparentemente, es un bosque más de los muchos que rodean Kiev, pero este acabó convertido en la zona cero de la humillación rusa. Las tropas del Kremlin no solo no lograron tomar la capital de Ucrania tras la invasión del 24 de febrero, sino que en la noche del 27 de marzo fueron víctimas de un feroz ataque. A las 11 de la noche, según algunos vecinos, el ejército local destruyó desde el aire y con artillería parte del enorme campamento que el invasor había desplegado entre las localidades de Bucha y Borodianka.
El bombardeo fue de tal magnitud que arrasó con todo en 200 o 300 metros a la redonda. No hay datos de cuántos soldados rusos había acampados, pero por las dimensiones del territorio que ocuparon a lo largo de numerosas hectáreas, podrían ser miles. Nadie entre los habitantes de la zona sabe cuántos murieron achicharrados, víctimas de los proyectiles ucranios o de las explosiones que se generaron en el arsenal que había en el lugar. Parece que es lo único que se han llevado las autoridades, los cadáveres.
Al comienzo de la pista que conduce hasta el lugar aparecen restos de civilización. Uno podría pensar que son recuerdo de un grupo de campistas sin conciencia. Una bota, un trozo de plástico, una prenda de ropa, restos de comida… Unos centenares de metros más adelante, el panorama cambia. No podían ser tantos ni tan guarros los domingueros. En efecto, no es un remanso de ocio. Varias señales clavadas al borde de la vereda advierten de la posible presencia de minas.
Empiezan a sucederse enormes madrigueras excavadas en la tierra del tamaño de un garaje. Las rampas indican que servían para camuflar vehículos. Algunos de esos agujeros, cubiertos con troncos y ramas, se han convertido en verdaderas cabañas subterráneas. En algunas hay todavía esterillas para dormir. Diseminadas, se ven también casetillas construidas con ramas y tapadas con lonas para garantizar cierta intimidad. Parecen lugares de aseo. Más ropa. Más botas. Precarios tendederos. Cajas verdes de madera y metálicas. Son de munición. Y aparece el primer camión militar desvencijado entre los pinos. Al verlo, nadie puede imaginar qué esconde la naturaleza más adelante.
No hay ni rastro de vida humana. Sí de muerte. Se presenta sin avisar cuando lo que queda del enorme asentamiento se ha extendido a derecha e izquierda ya más de un kilómetro. Dos palos cruzados hundidos en el terreno marcan el punto junto a un pequeño túmulo. Otra de las muchas tumbas que, lejos de los cementerios, se pueden ver en esta guerra por cualquier lugar. Aquí te pillo, aquí te mato, aquí te entierro.
Fosas vacías
“Es de un soldado ruso”, asiente Slava, el vecino que hace las veces de guía. Más allá, aparecen seis fosas vacías junto a restos de lo que fueron también cruces improvisadas. “Estos eran ucranios y los desenterraron”, añade. Para ellos hubo una segunda despedida menos indigna. Slava advierte al rato de que queda poco para la traca final. Le produce cierto orgullo poder enseñar la prueba de la debacle. Lo anuncia como el que prepara a los turistas en la catedral de Notre-Dame de que llega el deseado momento de asomarse desde las alturas entre las gárgolas sobre París.
Primero, un pequeño y bizarro basurero. Lavadoras, televisiones y otros electrodomésticos despanzurrados. “Son restos de lo que los rusos iban robando de las casas y que no pudieron llevarse”, asegura con una pincelada de odio. Su explicación coincide con la de otros habitantes de pueblos que estuvieron bajo ocupación rusa. Relatan constantes saqueos por uniformados desasistidos que a veces se llevaban hasta ropa para combatir el rigor invernal y comida para no desfallecer.
Comida sí llegaba a este campamento del bosque. Se ven restos de raciones individuales con el logotipo de Ejército ruso en el paquete. Hay hasta un ejemplar del diario moscovita Estrella Roja del viernes 18 de marzo. “Vladímir Putin: lucharemos por el derecho a ser y seguir siendo Rusia”, es el titular principal en portada junto a una fotografía del presidente. En otros de los artículos que se anuncian en esa primera página, se habla de las fabricaciones occidentales al estilo de “Goebbels” o de las “raíces históricas del nazismo ucranio”.
Amasijos calcinados
Delante, aparece un enorme círculo arrasado por la intensidad del ataque. Un claro entre el ejército de troncos devorados por las llamas. Otros quedaron partidos por la mitad de cuajo o astillados de forma casi artística. Un breve paseo hasta allí, y la desconfianza del reportero ante la promesa de que iba a visitar algo de interés se evapora en medio de un escenario de auténtica película bélica.
Quedan los amasijos calcinados de decenas de camiones y otros vehículos. Unos son una bola de chatarra. Otros, se ven más reconocibles, pero cubiertos por un sarampión de impactos que permite a la luz atravesar la chapa como si fuera un colador. Esparcida por el suelo, hay munición y proyectiles de todo calibre y condición, documentación de las armas que milagrosamente se ha salvado de la quema, restos de uniformes, baúles de metal calcinados…
Este entorno de Bucha, Borodianka y otros suburbios de Kiev estaban siendo ocupados, sometidos y arrasados por los rusos desde hacía un mes. Ante el fracaso de Putin en su intento de invadir la capital, se disponían a replegarse a finales de marzo en medio de contraataques locales. Pero les esperaba una amarga despedida. Fue en medio de ese apocalipsis del 27 de marzo cuando, recuerda Slava, “la noche se hizo día”.
Sigue toda la información internacional en Facebook y Twitter, o en nuestra newsletter semanal.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.