40 años de diplomacia argentina con Reino Unido: entre la persuasión y las sanciones
Después de la guerra, los habitantes de las Malvinas pasaron a ser ciudadanos británicos con todos los derechos y su PIB per cápita es ocho veces superior al de los argentinos
“Las Malvinas, argentinas, clama el viento y ruge el mar”, cantan todos los niños de Argentina en las escuelas. Hay ciudades llamadas Malvinas argentinas, calles y edificios públicos también y el dibujo de estas islas del Atlántico Sur reivindicadas en la Constitución del país está por todos lados. La derrota militar de Argentina en la guerra que libró contra Reino Unido por la soberanía de las Malvinas en 1982 no puso fin al reclamo argentino, pero marcó un quiebre en contra de los intereses del país sudamericano que se ha ampliado en los 40 años que han transcurrido desde entonces.
A partir de la década de los setenta, los dos países habían iniciado conversaciones a instancias del Comité de descolonización de Naciones Unidas, que en 1965 reconoció a las islas como un enclave colonial e instó a Argentina y Reino Unido a dialogar. La guerra no sólo aniquiló esas negociaciones sino que consolidó el dominio británico sobre las Malvinas y las vecinas Georgias del Sur y Sandwich del Sur.
Los cerca de 3.000 habitantes de las islas pasaron a ser ciudadanos británicos con todos los derechos y se interrumpió todo contacto con Argentina: las empresas nacionales fueron expulsadas y los ciudadanos del país sudamericano tuvieron prohibido el ingreso a Malvinas (salvo excepciones, para las que era necesaria la aprobación de un visado) hasta 1999. En 2013, el 99,8% de los kelpers se pronunciaron en un referéndum —rechazado por Argentina— a favor de continuar siendo territorio británico.
“La cuestión de la soberanía de las Malvinas para Argentina es una política de Estado sostenida desde que Reino Unido usurpó las islas en 1833 y reconocida en la Constitución argentina. La cuestión Malvinas es una prioridad, por lo que la relación bilateral no va a desarrollar todo su potencial hasta que este tema se resuelva”, subraya el secretario de Malvinas, Antártida y Atlántico Sur de la Cancillería argentina, Guillermo Carmona.
Los argentinos pelean por todo, pero Malvinas los une. Incluso en la dividida clase política argentina, la grieta desaparece a la hora de defender esta causa nacional. Desde el regreso de la democracia, en 1983, cada Gobierno ha llevado la disputa por la soberanía a Naciones Unidas y la ha mantenido en las conversaciones bilaterales, pero a su vez ha adoptado estrategias muy distintas, que han oscilado entre la seducción y las sanciones.
Una de las políticas más recordadas fue la de Carlos Menem (1989-1999) y su canciller Guido di Tella. Bajo su Gobierno se restableció el vínculo bilateral bajo lo que fue conocido como “paraguas de soberanía” que permitía discutir asuntos sobre el Atlántico Sur sin renunciar al reclamo de soberanía y también se reabrió la puerta a la entrada de los argentinos con pasaporte, pero en la memoria popular ese periodo pasó a la historia por los excéntricos regalos navideños de Di Tella a las familias kelpers, como los ositos de peluche de Winnie the Pooh que recibieron en 1998.
La llegada del kirchnerismo al poder en 2003 supuso un gran contraste. La Cancillería argentina endureció el tono de su reclamo sobre las islas, en especial después de que Gran Bretaña autorizase prospecciones petrolíferas en aguas de las islas en 2010. Iniciados los trabajos de exploración, Argentina comenzó a sancionar a las empresas petroleras y también a las compañías pesqueras autorizadas por Reino Unido para pescar en los alrededores de las Malvinas.
“Desde el regreso de la democracia, ningún Gobierno tuvo muchos logros sobre la causa Malvinas por la política exterior errática de Argentina. Pasamos de políticas de seducción al distanciamiento y las sanciones”, admite el diplomático Juan Pablo Lohlé. “El balance bilateral en estos 40 años favoreció a Gran Bretaña por su política de hecho consumado en pesca y petróleo”, agrega.
Reservas pesqueras y de petróleo
“El Atlántico Sur es un mar completamente transnacionalizado y de creciente relevancia internacional, a diferencia de lo que pasaba en 1982. Es la última gran reserva ictícola del mundo debido a la depredación pesquera que ha vaciado otros mares y tiene también grandes reservas petrolíferas, las del ‘pre-sal’ brasileño”, opina el analista internacional Jorge Castro. “Argentina tiene que tener un protagonismo fundamental en el mantenimiento y la conservación de esas reservas”, continúa, al solicitar un gran acuerdo con todos los actores presentes en la zona, entre ellos Reino Unido y las autoridades de la isla, a las que Argentina no reconoce.
“El Gobierno de las islas es el ilegítimo gobierno colonial británico”, responde el secretario de Malvinas, Antártida y Atlántico Sur, quien rechaza cualquier acuerdo de explotación conjunta de los recursos pesqueros por tratarse de “recursos del pueblo argentino que están siendo aprovechados de forma ilegal por parte del Reino Unido”.
Las licencias de pesca son la principal fuente de ingresos de los kelpers, que tienen un PIB per cápita cercano a los 70.000 dólares, más alto que el de Reino Unido (40.000) y unas ocho veces superior al de Argentina.
La creciente prosperidad de los habitantes de Malvinas y la posición oficial del país sudamericano han alejado cada vez más a la población local, según argentinos que han visitado las islas en las últimas décadas. En 1999, fueron recibidos con escepticismo pero también cierta curiosidad, mientras que hoy predomina una actitud de rechazo, destacan. Quienes han viajado estos días hasta allí han tenido que hacerlo vía Londres, porque desde el inicio de la pandemia de covid-19, los dos vuelos semanales que había desde Chile —con escala una vez al mes en la ciudad argentina de Río Gallegos— y desde Brasil —con escala en Córdoba— se encuentran cancelados por motivos sanitarios.
“La actitud de la Argentina hacia las islas no está mal, sino que es cruel”, declaró al diario La Nación Teslyn Barkman, una de las ocho integrantes de la Asamblea de las islas. A su juicio, el mayor problema que tiene Argentina es que se trata de un territorio habitado: “Si no hubiera gente, sería mucho más sencillo”.
Barkman se muestra abierta a un diálogo sobre la gestión de los recursos pesqueros en el Atlántico Sur, aunque recela de sus interlocutores. “Entablaríamos una conversación sobre la salud del océano, con el consiguiente beneficio económico, incluso con aquellos que nos han invadido y todavía nos están acosando. Y no es porque estemos en una situación de necesidad extrema. Eso es lo que hace un gobierno bueno y responsable”, señaló.
Las numerosas actividades previstas en Argentina por la conmemoración de los 40 años del inicio de la guerra contrastan con el silencio predominante en Malvinas. Los 464 kilómetros que separan las islas de la costa argentina —frente a los 13.000 que distan de Reino Unido— parecen hoy una distancia insalvable.
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