Perú, el país de la crisis perpetua
La nación andina lleva un lustro sumida en la inestabilidad institucional, agravada con la llegada de Pedro Castillo y sin que haya logrado frenar la deriva de un Estado que parece ingobernable
No tiene televisor, ni radio y no está acostumbrado al hábito de la lectura. Para aligerarle la tarea, los asesores le resumen en un documento de Word los principales titulares de los periódicos. El presidente ojea la página en la silla de su oficina de estilo virreinal con acceso a un balcón y vista a un parterre. Los que han visitado el lugar en estos seis meses destacan que dentro reina la tranquilidad de un jardín japonés. “Fuera se derrumba el Perú, pero ahí parece que no pasa nada”, cuenta un ministro que perteneció al Gabinete hasta hace una semana.
La sorprendente llegada al poder en julio del año pasado de Pedro Castillo, un profesor rural de 52 años sin ningún vínculo con el establishment, acaso el presidente más improbable de la historia del país andino, no ha frenado la descomposición institucional de la nación. Su Gobierno, como los anteriores, vive una crisis continua. El presidente ha remodelado su Gabinete (o se ha visto obligado a hacerlo) en cuatro ocasiones. El penúltimo equipo de ministros solo le duró siete días. Son ya 29 los ministros cambiados. El Congreso, controlado por la derecha, maniobra desde noviembre para destituirlo. Castillo, un hombre que siempre aparece con un sombrero con el que reivindica la diversidad cultural del país, podría enfrentar el mismo destino trágico que sus predecesores en el cargo, que acabaron censurados, en la cárcel o quitándose la vida.
Perú, de 33 millones de habitantes, se ha sumido de nuevo en la convulsión. En América Latina se le ha puesto la etiqueta de ingobernable. Se suceden los dirigentes quebrados. Los peruanos se preguntan qué clase de maldición ha caído sobre ellos. El poder está copado por extremos que, bajo la superficie, se sostienen por estructuras corruptas y clientelares. Problemas históricos como la educación, la sanidad o el transporte permanecen irresolubles porque muchos congresistas trabajan como garantes del statu quo de estos sectores, amparados en la informalidad. La palabra gruesa domina el debate público. El Congreso, siempre fragmentado al no existir los partidos políticos tradicionales, es una herramienta para delimitar el poder presidencial y, llegada la hora, guillotinarlo. Perú lleva en esa espiral seis años.
Castillo llegó con un mensaje de apoyo a los pobres y de lucha contra las empresas extranjeras extractivas que le valió el apoyo de los más desfavorecidos, sobre todo en las regiones andinas. En este tiempo ha confiado la economía a políticos sólidos que han mantenido los mercados al alza. La moneda, pese a todo, ha permanecido estable. La vacilación de sus gabinetes, sin embargo, ha frenado las reformas sociales y económicas que se necesitan.
Los ministros que se han ido en las últimas semanas del Gobierno describen a Castillo como un hombre hermético, rodeado de unos asesores que controlan toda su agenda. Ni la primera ministra Mirtha Vásquez, la número dos, tenía acceso directo a él. “En Palacio tienen una política perversa. Todo el día lo tienen recibiendo gente de su pueblo (Castillo es de un lugar remoto de los Andes), amigos, conocidos...”, describe Vásquez. Ella y otros consultados concuerdan en que predomina la extrema informalidad y la improvisación constante.
La minoría con la que gobierna Castillo le obliga a buscar alianzas con otros pequeños grupos en la Cámara que, llegado el momento, puedan frenar un proceso de destitución. El resultado es una amalgama de ideologías e intereses contrapuestos. El profesor hizo campaña con un partido marxista-leninista, Perú Libre, integrado por sindicalistas y líderes universitarios de la vieja izquierda, muy conservadores en lo social, homófobos y misóginos. Cuando Castillo llegó por sorpresa a la segunda vuelta se le unió la progresía urbana limeña, que confiaba en imponerle una agenda moderna. Lo ha logrado a medias. A su vez se suman otros grupúsculos regionales con intereses muy particulares, acostumbrados a las pequeñas corruptelas de la política de pueblo. Así se explica que para sustituir a una feminista como Vásquez en el consejo de ministros nombrara a Héctor Valer, un ultraconservador denunciado por maltrato. El clamor popular le hizo rectificar. O que ahora nombre ministro de Sanidad a un médico que publicitaba un agua milagrosa.
Acostumbrado a la libertad del campo, Castillo se queja a menudo de la claustrofobia de vivir encerrado en Palacio. Cuando el anterior presidente Francisco Sagasti le mostró las dependencias dijo, medio en broma, que no había espacio suficiente para una vaca. No le entusiasma la comida sofisticada que prepara el chef de la casa de Gobierno. Prefiere prepararse él mismo una sopa en un apartamento de la ciudad, la que se conoce como la casa de Sarratea. Allí también despachaba como jefe de Estado hasta que le avisaron de que podría estar infringiendo la ley. La Fiscalía ha abierto una investigación por una reunión que mantuvo con una lobista que después medió en una concesión. Alguno de sus ministros le sugirieron que levantara su secreto bancario para despejar cualquier duda de enriquecimiento ilícito.
—¿Qué es eso?—, preguntó Castillo.
—Van a entrar en su cuenta para mirar cuánta plata tiene—, le respondieron.
—Van a ver que traigo deudas porque construí una casa con mi papá.
—Entonces verán que usted es inocente, presidente.
La coincidencia de su presidencia con algunas fechas históricas dispararon las expectativas. Se celebró el bicentenario de la independencia de Perú. Los 500 años de la conquista de México. La gente volvió a creer en las utopías. Por fin, se decía, los oprimidos llegarán al poder. Castillo era un símbolo sociocultural que despertó el temor de las élites. “Hemos bajado la valla en el cerebro de la gente”, explica Guido Bellido, el primer ministro del primer Gabinete. “Ha llegado a la presidencia el último de la clase, el que tenía todas las limitaciones, el más humilde”, añade. Bellido, quechua, cuestionado cuando llegó por sus bravatas homófobas en redes sociales, se pone a sí mismo como ejemplo: “Si yo he sido premier, lo puede ser cualquier peruano”.
Anahí Durand fue la primera ministra de la Mujer de Castillo. En un escenario tan polarizado, su partido de izquierdas, Nuevo Perú, se volvió el centro. Apoyó a Castillo frente a la corrupción histórica de Fujimori y su entorno, que era la otra alternativa. Les criticaron por respaldar a un presidente cuyo entorno era ultraconservador. “La élite estaba en pánico porque es racista, clasista, les asustaba todo lo que implicaba que llegara alguien como Castillo. Desde el primer minuto quisieron acabar con él. En un escenario tan hostil, la precaridad del Gobierno se ha sentido más”. Cree que esta insistencia lanza un mensaje preocupante, antidemocrático. La subsistencia se convierte más en un objetivo que el acto de gobernar el país: “Impone una lógica de supervivencia y una pérdida de rumbo estratégico. Hemos recibido un país devastado con 200.000 muertos, se ha desvalorizado todo lo que hemos hecho. Sea cual sea el escenario, pierde la izquierda”.
En noviembre del año pasado, según una fuente, Castillo quiso declarar el estado de emergencia. La oposición había convocado una marcha en Lima para promover su destitución. Le dijo a su gente de confianza que tenía informantes en provincia y que venían muchos autobuses, que iba a ser una manifestación gigantesca. “¿Cómo vamos a sacar los militares a la calle? Esto no es Centroamérica”, le cuestionó su número dos, Vásquez. Otros ministros, sin embargo, creyeron que era una buena idea. Horas después, el presidente desistió del plan. La marcha fue pequeña y no tuvo apenas repercusión. “¿Ve presidente? No era nada”, le escribieron por chat.
Vladimir Cerrón ve en su despacho Willax Tv, un canal de televisión por cable, difusor habitual de bulos de la ultraderecha. El anticastillismo extremo. Cerrón, neurocirujano y presidente de Perú Libre, quería ser candidato el año pasado, pero le inhabilitaron por un caso de corrupción cuando era gobernador de una región. Entonces eligió a un líder sindical de los maestros que tenía cierto carisma. Ese hombre era Pedro Castillo. Su idea era conseguir un número de congresistas decente para ir entrando en la vida política nacional. Sin embargo, se encontró con una victoria que nadie esperaba. “Castillo fue una voz antisistema durante la pandemia, en un momento crítico. Él expresó eso, no solo en cómo habla, camina y se viste. También maneja una sintaxis pueblerina que el pueblo entendió fácil”, explica.
Cerrón se refiere a Castillo como “el del sombrero” o “el ensombrerado”. Por su locuacidad, radicalidad de ideas ultraizquierdistas, muy conservadoras a la vez, sus enemigos siempre han dicho que Cerrón es una especie de presidente en la sombra. Quizá fue así hasta que Castillo destituyó en octubre a su primer gabinete y se alejó de Cerrón. En el cuarto Gobierno, el que vivimos ahora, Castillo vuelve a contar con varios políticos del partido, algunos francamente mejorables. “Considero de que si el presidente se aparta de Perú Libre como lo ha estado las primeras ocasiones definitivamente las malas compañías lo van a llevar al filo de la corrupción. Ahora vuelve a tomar el contacto con el partido, que marca una línea política (marxista). Si el presidente mantiene esa línea, va a terminar su periodo (en 2026)”.
Cerrón se refiere a los vacíos de los que hablan los que han trabajado estrechamente con él: “Por su extracción de clase es lógico que no tenga los conocimientos de un estadista. Pero los líderes nacen con esas cualidades innatas, como Evo Morales. Uno puede llegar con múltiples carencias al Gobierno, pero lo imperdonable es que una vez dentro no se quiera aprender. Yo creo que Pedro está aprendiendo”.
¿Qué flota en el ambiente cuando un presidente está a punto de que lo destituya el Congreso?
De eso debe saber algo Martín Vizcarra, un señor alto, con el pelo tintado de negro. Lo echaron después de dos años y ocho meses de gestión, tras haber sustituido a Pedro Pablo Kuczynski, investigado por tráfico de influencias en el caso Odebrecht. “Era lunes, 9 de noviembre de 2020″, recuerda la fecha funesta. Nos observa un retrato suyo gigantesco incrustado en el mural de la sede de su partido. Más tarde le inhabilitaron para ejercer un cargo público al descubrirse que se había vacunado cuando no le tocaba, en un momento en el que las morgues estaban llenas. Su popularidad tocó fondo. En las librerías hay varias novedades demoledoras en su contra, sobre todo porque una buena parte de la población le creyó, le vio como el político que venía a acabar con la condena de la ingobernabilidad. No resultó. Sin embargo, aspira a volver a presentarse y ganarse de nuevo a los peruanos. ¿Se merece Castillo pasar por donde pasó él? “Sí, son cosas diferentes. A mí me apoyaba la gente, a él ya no”, sostiene con los ojos brillosos.
Castillo es un presidente que toma decisiones en aguas turbias. O más bien, que no las toma. El ministro de Interior, Avelino Guillén, empezó a alertarle hace meses de que el jefe de policía comandaba una mafia que vendía ascensos y traslados de oficiales por 20.000 dólares. Además, había debilitado las unidades anticorrupción. Guillén, narra en el salón de su casa, esperaba horas en la puerta de su oficina hasta que le daba entrada para hablar del asunto. Después descubrió, por el registro de visitas, que el presidente despachó en más ocasiones con el mando policial que con él. “Se maneja de manera errática. Y lo que es chocante es que está desconectado de la realidad. Él depende solo de la información que le dan sus asesores, que se la dan sesgada”, agrega. Guillén dimitió después de que el presidente le dejara en visto un mensaje de WhatsApp. Antes mantuvieron una última reunión, según otros testigos presentes, en la que se discutió la reforma policial.
—La policía es una institución muy corrupta— le volvió a advertir el ministro de Interior.
—¿Sí? Yo ni sé cómo funciona la policía— contestó, de acuerdo a esta versión.
—Sí lo sabe, le he hecho llegar documentos donde le explico— insistió Guillén.
En ese momento, Castillo trata de abrir sin éxito un cajón de su escritorio. Y dice:
—Lo guardé acá, pero he perdido la llave.
De acuerdo con el testimonio de la gente que ha frecuentado el palacio, vive obsesionado con la intercepción de sus comunicaciones. Borra todos los mensajes instantáneos que envía por teléfono cuando la otra persona ya lo ha leído. Pretendía instalar una oficina del servicio secreto peruano cerca de su despacho. En ese cargo ha colocado a un jefe de policía de Chota, de donde es él, con poca experiencia en el mundo de los espías. El funcionario envía los informes confidenciales a través de WhatsApp, que viene a ser como subirlos a un foro de Internet. Suya era la idea de instalar un polígrafo y Castillo estaba de acuerdo, pero finalmente le convencieron de que no resultaba de ninguna utilidad.
La popularidad de Castillo se ha desplomado. Algunos indicadores de su Gobierno, no. La vacunación de los peruanos ha seguido a un buen ritmo y las clases presenciales volverán el mes que viene. La sensación alrededor del Gobierno, sin embargo, es de caos e ingobernabilidad. Las reformas en los transportes, las pensiones y la Constitución que prometió el presidente en campaña ni siquiera han echado a andar. Sus enemigos del Congreso lo quieren destituir, pero si ocurre eso, ¿con qué nos encontraremos? “Después de esta crisis, otra crisis. Así nos hemos acostumbrado a vivir aquí”, resume un intelectual peruano.
Con la colaboración de Jacqueline Fowks.
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