Honduras: un país que cabe en un salón
La casa de Vilma Barcelona retrata a una nación que acude este domingo a las urnas para elegir nuevo presidente un año después de los huracanes que destrozaron el país
Si uno quisiera ver resumidas todas las noticias sobre Honduras que han salido recientemente en los periódicos y noticieros del mundo solo tendría que sentarse unos minutos en el salón de Vilma Barcelona, de 38 años. Pobreza, desastres naturales, migración, caravanas, pandillas, incompetencia oficial y pugna electoral han pasado por aquí en algún momento del año. Las tres cocinas industriales regadas por su casa, que no dejan mucho lugar para sentarse, son un buen ejemplo de ello. A dos días de las elecciones para elegir a un nuevo presidente de Honduras, hay salones tan surrealistas que explican un país mejor que todos los programas electorales.
Hace exactamente un año, el agua llegaba “hasta aquí”, dice Vilma con el brazo estirado en su casa de cemento y lámina en la Rivera Hernández, una violenta colonia del extrarradio de San Pedro Sula. Hace un año, la silla donde ahora se sienta el periodista, la nevera, las camas, la televisión y el ropero iban de lado a lado flotando en agua color chocolate. En la primera semana de noviembre en San Pedro Sula, corazón industrial de Honduras, si es posible el término en el segundo país más pobre de América, el cielo se pintó de negro y durante diez días no paró de llover.
El primer día que salió el sol sacó los viejos muebles a la calle, tiró la ropa, compró un tinaco de agua y durante cinco días fregó hasta el cansancio con el cubrebocas puesto. Estaba terminando de hacer recuento de daños cuando una nueva tormenta, Iota, se instaló en el valle de Sula y el cielo volvió a pintarse de negro durante una semana. Otra vez durante siete días y siete noches no dejó de llover y ya nada aguantó.
San Pedro Sula se convirtió en un gran barrizal donde dos millones de habitantes convivían con montañas de muebles arruinados y perros hinchados como globos después de varios días flotando. Dos huracanes seguidos, Eta e Iota, habían arrojado más lluvia que el Mitch en 1998. Cientos de miles de familias que se ganaban la vida cortando plátano o palma, cosiendo ropa de marca en las maquilas (fábricas) o trabajando en la venta callejera se volvieron indigentes de un día para otro y comenzaron a vivir de la caridad y a vestir ropa regalada.
Cinco meses después de aquello, Vilma recibió la primera ayuda oficial: una cocina y un pequeño tanque de gas para cocinar en la calle. “Comencé a vender comida a los vecinos. Arroz, frijoles, plátano frito, baleadas, lo que fuera. Al principio fue bien y mucha gente llegaba a desayunar. La gente no tenía trabajo, pero comía”, bromea. Semanas más tarde, Vilma Barcelona y su madre incluso alquilaron un pequeño local desde el que alimentaban al barrio por unas pocas lempiras.
“Venían bastantes vecinos, pero con el paso de las semanas dejaron de llegar. Poco a poco empezaron a emigrar hacia los Estados [Unidos]. Simplemente, dejabas de ver a algunos y ya sabías que se habían ido. Unos con pollero, otros en caravana, con familias…”, detalla con ese gesto tan hondureño que pasa de la risa al llanto en la misma frase. Los huracanes y la pandemia habían golpeado un país al límite donde casi la mitad de la población (4,8 millones de personas) vive con 160 dólares al mes según el Banco Mundial. En Honduras, penúltimo país en el Índice de Desarrollo Humano del continente después de Haití, volver a la “vida normal” significaba lograr una cama, un tanque de gas, un garrafón o dejar de vivir bajo el puente.
“De aquí se fueron Cristofer, Sharon, Keret, Dairon, Aeline, Victoria, Rudi...”, enumera señalando las casas que tiene enfrente. “Ah, y también Sonia, Rosalía, Loren”. De colonias como la suya salen los 200 hondureños que diariamente dejan el país hacia Estados Unidos. Así que varias semanas más tarde decidió cerrar el negocio al no poder pagar el alquiler del local. Por suerte, en julio, tres meses después de recibir una cocina de gas, Vilma recibió del ayuntamiento su segunda ayuda oficial como damnificada: una cocina exactamente igual a la anterior. El problema era que para entonces ya no había ni comida ni gente en el barrio.
Mientras todo esto pasaba, dos recibos nunca dejaron de llegar puntualmente cada mes hasta su casa. El primero, de 50 dólares, es el de la compañía eléctrica por el consumo de cuatro bombillas, un refrigerador y una televisión y el segundo, de diez dólares, de los pandilleros que controlan su colonia en concepto de “protección”.
Un mes después, su hijo hizo lo que todos y decidió marcharse a Estados Unidos aunque no en caravana sino con un pariente que cobró casi 4.000 dólares por llevarlo hasta Carolina del Norte, donde un tío le consiguió un trabajo de albañil. Ella volvió a patear las calles vendiendo productos de aseo o complejos vitamínicos por las casas. Mientras tanto, la clase política de Honduras seguía enfrascada en mítines, candidatos y promesas electorales. En la recta final de la campaña, a Vilma le sonrió la suerte y recibió su tercera ayuda oficial: una cocina de gas para cocinar en la calle. En menos de un año, Vilma había tenido que dejar su casa porque estaba llena de agua y ahora no hay lugar para sentarse porque hay tres cocinas industriales en su salón.
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