Militares afganos relatan la intrahistoria de la capitulación de Kabul: “Nos ordenaron rendirnos”
Varios miembros del ejército revelan la humillación que supuso entregar las armas y ver que las autoridades habían “vendido” el país a los talibanes
“Entregamos las armas y nos rendimos con nuestros compañeros muertos y heridos delante”, cuenta con los ojos cargados de lágrimas un integrante del NDS (National Directorate of Security), brazo militar de la inteligencia afgana y cuerpo encargado de las operaciones más arriesgadas sobre el terreno. La escena, en la provincia de Gazni, tuvo lugar un par de días antes de la toma de Kabul, que se consumó el 15 de agosto. Su protagonista es Mohsin, un armario de 27 años y ojos claros, que se abochorna varias veces durante su relato, pero insiste en que cumplían órdenes. Con el orgullo herido, hace repaso en una casa de la provincia de Parwan de los últimos meses en los que ha lucido un uniforme que ahora guarda arrugado en un saco de plástico.
La capital cayó en manos de los talibanes sin apenas combate, como ocurrió ya en 1996, por esa capitulación impuesta desde arriba. Todo llevaba meses cocinándose en las negociaciones efectuadas dentro y fuera del país con la guerrilla que ahora ocupa el poder. El anuncio de la salida de las tropas de EE UU y de la alianza internacional acabó de dar la puntilla a las tropas locales, cada vez más desmotivadas. Así lo han explicado cinco militares afganos de diferentes provincias, rangos, puestos y edades entrevistados por EL PAÍS y que, por seguridad, prefieren que no se publique su verdadera identidad. Uno de ellos logró escapar en agosto a Pakistán. “Nuestra moral cuando EE UU anunció su salida fue decreciendo” y “cada vez se luchaba menos”, reconoce en la capital Adbul, un coronel de 54 años de edad y 36 de servicio.
“Algunos responsables de la PPS (la seguridad del palacio presidencial) ya habían hablado con los talibanes, habían acordado todo, la entrega de armas y la rendición a cambio de que no nos matasen. Como soldados, cumplimos órdenes”, señala Elham, un comandante de 27 años que antes de acceder hace dos años a la guardia presidencial combatió a la guerrilla talibana en diferentes provincias. Temeroso de ser visto o escuchado, la entrevista con Elham se lleva a cabo dentro de un vehículo que cambia varias veces de ubicación en Kabul.
La tarde del 15 de agosto se encontraba en Camp Watan, unas instalaciones de entrenamiento cerca del aeropuerto. Acerca de la llegada de los talibanes, cuenta: “Yo trataba de mantener la moral alta, pero algunos de mis compañeros temblaban y temían por su vida”. Asegura que les entregaron todo: armas, uniformes, vehículos… pero antes procedieron a quemar toda la documentación que pudiera comprometer al ejército local o a las tropas internacionales. “Hasta las llaves de los coches les dimos”, señala otro militar. “Todavía estamos en shock (…) Los líderes nos vendieron”, revela Selab, un comandante que resultó herido y perdió a varios compañeros en la provincia de Wardak.
Casi todos los entrevistados emplean el verbo vender para explicar lo que creen que hizo el Gobierno del presidente Ashraf Ghani antes de, el mismo 15 de agosto, emprender la fuga hacia Emiratos Árabes. Dos de los testimonios recogidos en este reportaje corresponden a integrantes de la guardia presidencial. Algunos de los entrevistados apelan a que Kabul podría haber sido escenario de una carnicería si se hubiera tratado de impedir a la guerrilla yihadista culminar su ascenso al poder, pero, al mismo tiempo, no creen que evitar ese baño de sangre fuera el principal motivo para explicar que no hubiera batalla por el control de la capital.
El ejército de Afganistán llegó a contar con unos 300.000 efectivos tras ser pertrechado e instruido por Estados Unidos en los últimos 20 años. Pero, en medio de la ofensiva talibana, se acabó de diluir como un azucarillo en pocos días. Uno de los militares que protagoniza este reportaje trata ahora de salir adelante vendiendo en un pequeño local ropa, calzado, menaje, productos de higiene, viejos aparatos de gimnasio y complementos militares procedentes de las antiguas bases estadounidenses. Paradojas del destino en el nuevo Afganistán.
El régimen de los barbudos no cuenta ahora con unas tropas organizadas, aunque controlen las instalaciones y los equipos abandonados por sus predecesores. Pese a todos los síntomas que anunciaban la más que posible defunción del ejército, el secretario de Defensa de EE UU, Lloyd Austin, dijo el martes que al Pentágono lo pilló por “sorpresa” el hundimiento de las tropas afganas.
El colapso se debió a la excesiva dependencia de Washington y a la ayuda exterior que del vecino paquistaní han recibido históricamente los talibanes, entiende el coronel Adbul. Islamabad ya ha mostrado su disposición a ocupar el puesto de los estadounidenses como principal motor del nuevo ejército de Afganistán, según fuentes militares paquistaníes citadas el martes por el servicio en urdu de la BBC. Algunos de los militares que han accedido a hablar en este reportaje citan expresamente a los servicios secretos de ese país, el ISI (Inter-Services Intelligence), como pilar esencial para los talibanes antes, ahora y en el futuro. “Al llegar a casa (en la noche del 15 de agosto tras la rendición) pensé que mi país se encontraba en manos del ISI. No soy llorica, pero he llorado mucho todos estos días en la soledad de mi casa”, señala Elham.
El odio, larvado durante años de combates y terrorismo, no va a facilitar la reorganización de las Fuerzas de Seguridad en el Afganistán de hoy. “Que se dediquen a otra cosa”, afirma en un control de carretera a la salida de Kabul un talibán cuyo discurso parece impulsado por el rencor sobre los integrantes del ejército depuesto. Asegura que en los últimos años formó parte de la unidad que se dedicaba a fabricar y colocar minas y bombas y que, incluso, estaba en la nómina de los dispuestos a inmolarse en un atentado suicida. Ahora es él el que trata de impedir ataques como los que él afirma que llevaba a cabo. Este hombre, que dice tener unos 30 años y que prefiere no dar su nombre, señala además que estuvo detenido tanto por las tropas estadounidenses como por las autoridades afganas.
Ahora está integrado en un aparato de miles de hombres diseminados en puestos de control por las carreteras y ciudades de todo el país. No hay cifras sobre el número de efectivos de las antiguas Fuerzas de Seguridad que, por necesidad o por afinidad, han decidido enrolarse en el aparato de seguridad del nuevo régimen. Es verdad que cada vez son más los talibanes que van uniformados pero, a corto plazo, los militares consultados no ven factible el nacimiento de un nuevo ejército que se parezca al anterior.
“Si ellos [los talibanes] no demuestran que pueden afrontarlo, nos acabaremos levantando aunque sea con palos y piedras”Mohsin, miembro de las fuerzas especiales del ejército disuelto
Pese a todo, el teléfono del coronel Abdul sonó hace un par de semanas. Del otro lado, un funcionario le pidió que acudiera al Ministerio. Cree que los talibanes ordenaron a su interlocutor pasar lista para intentar recuperar a aquellos que no se han ido del país, pues muchos aprovecharon el descontrol para llegar al extranjero por pasos fronterizos en sus vehículos o en helicóptero. Abdul tiene la impresión de que andan reclutando a todo el que pueden, pero deja claro que con él que no cuenten.
Sentado sobre la alfombra del salón de su vivienda, que siguiendo la tradición local no tiene ni mesa ni sillas ni apenas mobiliario, muestra diplomas y fotografías que dan fe de su pasado. El primero es un reconocimiento de las tres semanas que pasó en 2018 en Estados Unidos. Su discurso adquiere un tono sentimental y recuerda, mientras deja ver una herida de guerra en la pierna izquierda, que se calzó por primera vez las botas bajo la presidencia de Mohamed Najibulá, asesinado y colgado en público por los talibanes nada más copar el poder por vez primera hace ahora 25 años. Con su huida, parece que Ghani y su entorno quisieron evitar que aquella imagen se repitiera. El coronel cree que el expresidente es el “principal responsable”, por delante de los ministros del Interior o Defensa, del rápido colapso del país. Elham, uno de los miembros de la guardia presidencial, lo ve como un “buen hombre” que lo mejor que hizo fue escapar.
Combatir talibanes, puerta a puerta
Como integrante de las fuerzas especiales, Mohsin ha pasado los últimos cuatro años de su vida llevando a cabo redadas nocturnas puerta a puerta por muchas de las 34 provincias de Afganistán. Las últimas semanas se jugó la vida en zonas rurales de Gazni. Allí comprobó que el apoyo por tierra y aire que necesitaban para apuntalar las misiones ya no llegaba como antes.
El último día que Mohsin lució su uniforme de camuflaje fue el jueves 12 de agosto, tras depositar su arma en el suelo y rendirse como el medio centenar de miembros de la NDS que estaban con él. A continuación, se aseguraron de que llegaran al hospital de Gazni los últimos colegas caídos en el frente y regresaron a Kabul. “Mi amigo Nasratallah se había casado hacía solo un mes”, comenta cabizbajo y hundido. “Nadie quiere más guerra, pero en los próximos meses tendremos una grave crisis por falta de comida o dinero. Si ellos [los talibanes] no demuestran que pueden afrontarlo, nos acabaremos levantando aunque sea con palos y piedras”, pronostica.
Cada vez son más los que piensan que los talibanes llevaban tiempo contando con personas infiltradas a todos los niveles. Desde las esferas más altas hasta a ras de suelo. Muestra de ello es ese jardinero que cuidaba las plantas de un alto mando militar y que ahora integra los nuevos servicios secretos. Que haya encontrado acomodo tan rápido significa que la cosa venía de largo, comenta con cierto tono de sorpresa el antiguo empleador. “Este ya era espía antes”.
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