Al Qaeda tras el 11-S: de red terrorista global a explotar conflictos locales
La guerra contra el terror lanzada por Estados Unidos obligó a huir a la cúpula de la organización, cuyo mayor desafío actual es el Estado Islámico
La muerte de 2.997 personas el 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos entronizó a Al Qaeda al frente de la yihad armada global. Fue su golpe maestro, pero también una condena. Convirtió al grupo en prófugo de la justicia estadounidense bajo la amenaza de la pena capital. Y eso debilitó su proyecto, como muestra la correspondencia que los Navy Seals que mataron a Osama Bin Laden en mayo de 2011 se incautaron en su domicilio de Abbottabad, Pakistán. Una de las cartas de miembros de la red terrorista narraba el rapto en Yemen de varios extranjeros en 2009. “Hace aproximadamente un año”, dice la misiva, “secuestramos a nueve cristianos, entre ellos alemanes, un británico y una coreana. Los hermanos mataron a tres mujeres. Entonces, una mujer y su marido se resistieron y fueron asesinados junto al británico (...). Las cosas no nos salieron bien y no teníamos experiencia en secuestros (...). Tampoco teníamos un buen escondite y eso nos impidió explotar estos secuestros como debiéramos. El acuerdo (...) era que tú te encargarías de las negociaciones, pero la falta de comunicaciones impidió que esto sucediera”.
Esta misiva rescatada en Abbottabad, una de tantas, está redactada por el libio Atiyad Abd al Rahman, un veterano yihadista cercano a Bin Laden, y va dirigida a “Basir”, en referencia a Abu Basir o Nasser al Wuhayshi, yemení líder de la rama de Al Qaeda en la Península Arábiga (AQAP), una de las más activas en estas dos décadas. Emisor y remitente están ya muertos, ambos abatidos por drones estadounidenses.
Washington ya tenía en la mira a Bin Laden y sus secuaces antes del 11-S. El saudí llevaba a cabo desde Afganistán y con el plácet de los talibanes una campaña para atraer a activistas radicales de la yihad armada; había instado, a finales de los años noventa, a la muerte de estadounidenses. Tras los atentados en las embajadas de EE UU en Tanzania y Kenia de agosto de 1998, aviones norteamericanos, bajo las órdenes de Bill Clinton, atacaron campos de entrenamiento de la red terrorista en Sudán y el sur afgano. Pero el 11-S lanzó definitivamente la guerra contra el terror acuñada por George W. Bush y la red se dio a la fuga. Muchos de sus líderes cruzaron las fronteras para evitar la muerte. La ofensiva estadounidense golpeó a la cúpula ―lo sigue haciendo aún hoy―, pero no afectó a la fuerza de su marca, como demostraron los brutales atentados del 11 de marzo de 2004 en Madrid y el 7 de julio de 2005 en Londres.
De nuevo entre la documentación de Abbottabad hay una carta del libio Al Rahman al propio Bin Laden. En el texto, fechado en julio de 2010, el emisor reza por la puesta en libertad de tres mandos de la red terrorista: Abu Muhammad al Zayyat, Abu al Khayr y Saif al Adel. Al menos los dos últimos, dos veteranos yihadistas egipcios, se encontraban presos en Irán tras cruzar desde Afganistán por el oeste en busca de refugio. Según reveló en septiembre de 2015 The New York Times, los reos bajo custodia de Teherán fueron puestos en libertad a cambio de la liberación de un diplomático iraní en poder precisamente de AQAP. Al Adel es hoy el señalado para dirigir la red terrorista a medio plazo. Al Khayr fue abatido por los estadounidenses en Siria.
El periplo yihadista de Saif al Adel, nacido entre 1960 y 1963, por cuyo paradero Washington ofrece una recompensa de 10 millones de dólares (8,4 millones de euros), sirve para trazar el camino de Al Qaeda. La literatura sobre su vida, aunque poco uniforme, coincide en que es un exmilitar egipcio, veterano de la guerra santa contra los soviéticos, que formó parte de la Yihad Islámica para después convertirse en estratega y líder en el campo de batalla fiel a Bin Laden. Se le atribuyen los atentados del verano de 1998 en África; incluso el entrenamiento de los radicales somalíes que derribaron un helicóptero Black Hawk en 1993.
Tras la muerte de Bin Laden en 2011 a manos de las fuerzas especiales estadounidenses, Al Adel se hizo con la dirección de forma interina. Se ocupó de confirmar la lealtad de los principales líderes de Al Qaeda, muchos de ellos al frente de ramificaciones regionales. Posteriormente, la cúpula nombraría al número dos del saudí, el egipcio Ayman al Zawahiri, de 70 años, como nuevo líder del grupo. Se estima que o bien ha muerto, aunque el aparato mediático de Al Qaeda no ha informado de ello, o bien se encuentra muy enfermo.
¿Seguiría dispuesto el grupo a cometer otro 11-S? El danés Tore Hamming, académico del Centro Internacional para el Estudio de la Radicalización de la King’s College, cree que no. “Al Qaeda”, dice en un intercambio de correos, “no da actualmente prioridad a atentados como el 11-S. Durante los últimos 10 años, el grupo ha mostrado poco enfoque operativo en la realización de ataques terroristas más grandes en Occidente, pero se ha centrado principalmente en sus conflictos locales. A través de estos conflictos, el grupo ha podido atacar a Occidente, por ejemplo, apuntando a las tropas francesas en el Sahel”. En efecto, ese es el gran éxito de la obra de Bin Laden lejos de aquella masacre en Nueva York: la confirmación de los tentáculos de Al Qaeda más allá de Afganistán.
El Sahel es uno de los objetivos más machacados por la red terrorista a través de la coalición de grupos islamistas radicales bajo el sello JNIM (Grupo de apoyo al islam y a los musulmanes) y el liderazgo del tuareg Iyad Ag Ghaly —enemigo público número uno de Francia—, y a través de una brutal campaña de atentados en la triple frontera entre Malí, Burkina Faso y Níger. Más al sur, en Nigeria, una parte de Boko Haram, la secta armada que sacudió al mundo con el secuestro de menores en 2014, aún mantiene vínculos con Al Qaeda; como sin duda lo hace la primera franquicia africana establecida por Bin Laden, Al Shabab, en Somalia, con reclutas de toda la región oriental y capacidad para atacar y ocupar territorio.
Como señalaba en julio un informe elaborado para el Consejo de Seguridad de Naciones Unidas, Al Qaeda aún está operativa en al menos 15 de las 34 provincias de Afganistán. El texto recogía además información de inteligencia sobre cómo el grupo Al Qaeda en el Subcontinente Indio (AQIS, en sus siglas en inglés) operaba “bajo la protección talibán” desde Kandahar, Helmand y Nimruz, las tres provincias que hacen frontera con Pakistán. Y, en fin, queda Siria, lugar de origen de muchos miembros de la red en los años ochenta y noventa. La provincia de Idlib, último reducto fuera del alcance del régimen, está controlada por Hayat Tahrir al Sham, herederos de una ramificación de Al Qaeda en Mesopotamia, además de incluir en el largo listado de grupos armados a Hurras al Din, abiertamente afiliada a la red terrorista.
La herencia de Bin Laden y los atentados de 2001 va más allá de la muerte de sus líderes. La aparición del Estado Islámico (ISIS) es quizá uno de los mayores desafíos a su trono en el reino de la yihad armada global. “Si bien es posible que Al Qaeda haya perdido algo de apoyo después de la muerte de Bin Laden”, prosigue Tore Hamming, “no creo que esto deba atribuirse al cambio de liderazgo, sino más bien a las circunstancias de la Al Qaeda de Al Zawahiri. El desafío de su afiliada renegada, convertida en el ISIS, dejó a Al Qaeda herida, pero dudo que hubiera sido muy diferente con Bin Laden vivo”.
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