No pongas tus sucias manos sobre el sucio Colston
El Reino Unido se divide ante el sabotaje de estatuas en las manifestaciones del movimiento Black Lives Matter
Lo más triste de los recientes actos de vandalismo en el Reino Unido es comprobar que las dos facciones en las que se ha dividido el país han hecho renuncia expresa de su inteligencia. Algunos de los manifestantes convocados bajo el lema Black Lives Matter se dedicaron a sabotear con grafiti las estatuas de Winston Churchill y Abraham Lincoln, en Parliament Square. En Bristol, la protesta acabó con el derribo del monumento a Edward Colston, un traficante de esclavos del siglo XVII que expió su pecado original con un filantropismo que legó a la ciudad escuelas y hospitales. Su figura de bronce, pintarrajeada, fue arrojada al mar.
La ira destructiva de este tipo de revueltas solo se intenta explicar a posteriori, y las razones esgrimidas se reducen a la justificación o a la condena. Churchill formó parte de un pasado colonial racista y explotador, y Lincoln habría sido capaz de tolerar la esclavitud si con ello hubiera preservado la unidad del país. Pero la esencia de la grandeza de ambos reside en que, llegado el momento, cambiaron la historia para bien. Uno contribuyó decisivamente a la derrota del fascismo y el nazismo en Europa. El otro erradicó la mancha más infame de la historia de su nación.
Colston, en cambio, se convirtió en el símbolo de discordia de una ciudad incapaz de hacer las paces con su pasado, y durante muchos años fue motivo de agria disputa política. Es curioso comprobar cómo muchos de los que se han sentido asqueados ante la destrucción de patrimonio público han fruncido el ceño al conocer el pasado del presidente de la Royal African Company, responsable del comercio humano de al menos 80.000 adultos y niños, y de que casi otros 20.000 acabaran devorados por los tiburones. “No puedo fingir que sienta la pérdida de la estatua, y tampoco pretender que no se trataba de una afrenta personal que estuviera erguida en medio de Bristol, la ciudad en la que crecí”, ha dicho el alcalde laborista, Marvin Rees. “No debió hacerse de ese modo. No se puede derribar así una estatua. Pero echando la vista atrás, hace ya tiempo que debería haber desaparecido”, ha afirmado el líder de la oposición, Keir Starmer, en un ejercicio de equilibrismo. Hasta el superintendente de policía, Andy Bennet, después de asegurar que se investigaría lo ocurrido, ha añadido: “Entiendo que pasara. Era algo simbólico”.
Solo el propio Boris Johnson y su ministra del Interior, Priti Patel —quien ya lleva fama ganada por el tono xenófobo de sus intervenciones— han puesto más énfasis en el “vandalismo callejero” y en la “escandalosa vergüenza” de todo lo sucedido que en distinguir claramente el error de los manifestantes al volcar su ira.
El escritor británico-nigeriano David Olusoga ha escrito en las páginas de The Guardian que los autores del destrozo de la estatua de Colston no estaban atacando la historia, sino que ellos mismos estaban haciendo historia con sus actos. Demasiado grandilocuente para el tono de gamberrada que muestran las imágenes del sabotaje, pero revelador en lo que es más importante. En algún momento es necesario entender el pasado y reconciliarse con él o condenarlo sin tapujos, pero de común acuerdo, a riesgo de que en la próxima irrupción de rabia la estatua de Peter Pan acabe en la laguna de Kensington Gardens.
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