Las dos reacciones frente al racismo
Sacar a la luz la estadística sobre la violencia entre negros despierta dos cuestiones: una es preguntarse por qué esto es así, la otra es conformarse con que esto es así porque así son ellos
Llegó estos días a España el debate racial de Estados Unidos y algunos de los que no perdonan la equidistancia se pusieron a practicarla. La mayoría o bien se hizo un lío o bien se reveló como un racista.
Varios optaron por despreciar el debate y simplificar sobre el símbolo de arrodillarse. “Yo no me arrodillo”, que se vincula directamente con esa egocéntrica y siempre presente reacción de “yo no tengo la culpa, no tengo que pedir perdón”, mientras un alter ego hace lo mismo pidiendo perdón por ser blanco en un siempre socorrido atajo para lavar la conciencia y seguir a otra cosa. Es el eterno ridículo de creer que todo gira siempre en torno a uno mismo por encima del contexto, la historia y los datos. En este caso, además, la simbología de arrodillarse proviene de la propia comunidad negra, que la adoptó hace años cuando sonaba el himno en señal de protesta. Nada tiene que ver con pedir perdón o someterse.
Hubo quien optó por ir un poco más allá y sacó a relucir estadística. Esta, tal vez, es la parte más clarificadora. Los datos, efectivamente, dicen que la violencia entre negros en Estados Unidos -así como el número de delitos porcentuales y el número de reclusos relativo- es mayor que en la comunidad blanca. Sacar a la luz esta estadística despierta dos reacciones: una es preguntarse por qué esto es así. La otra es conformarse con que esto es así porque así son ellos. Los negros. Qué le vamos a hacer y a mí que no me miren (“y mucho menos me hagan arrodillarme”, que eso es lo importante). Esta segunda opción no solo neutraliza el debate (“ya está bien de victimizar a los negros, ellos se lo han buscado”) sino que, personalmente, me parece un acto de racismo asombroso, ya que supone asumir que si los negros en Estados Unidos padecen y ejercen más violencia o protagonizan más incidentes con la policía se debe a una cuestión de elección, cultura o genética. Cualquiera de las tres opciones, además de simplona, es profundamente racista.
El periodista y sociólogo Gary Younge sí que va más allá en su libro Un día más en la muerte de Estados Unidos (Libros del KO) y analiza los factores que desembocan en esta estadística que, para algunos, zanja el debate de la discriminación racial en Estados Unidos. ¿Por qué hay más violencia entre ellos? Younge habla de los obstáculos de la comunidad negra: rentas más bajas, tasa desempleo elevada, abandono escolar, familias desestructuradas, falta de referentes... Pero incluso con estas explicaciones (muy desarrolladas en el libro) sigue habiendo voces que aseguran que no justifican la mayor tasa de violencia. Younge plasma estas voces en el libro. No son pocas. Y algunas desde dentro de la propia comunidad negra. Bill Cosby, antes de caer en el ostracismo por sus abusos sexuales, era uno de los referentes de esta corriente que insiste en que la comunidad negra se victimiza a sí misma. Estos días, un vídeo de una mujer negra diciendo que ella jamás se sintió oprimida se ha hecho viral entre quienes quieren explicar la parte por el todo. Tampoco está de más escucharles: hay mucho que rescatar de su autocrítica.
Una vez escuchadas estas voces discrepantes, Younge (que es negro, por cierto, aunque británico) vuelve a profundizar sobre estos discursos y vuelve a preguntarse ¿pero por qué? ¿Por qué las rentas de los negros son más bajas, el fracaso escolar es mayor y los incidentes violentos más frecuentes? La clave va apareciendo: segregación. Tantas décadas después de la liberación de la esclavitud y de la consecuente oleada migratoria de los campos a los barrios urbanos (barrios que, por cierto, no se convirtieron en guetos porque sí, sino que hubo respaldo y planificación legal: lo explica increíblemente el cortometraje animado Segregated By Design) la comunidad negra sigue hoy viviendo -en su mayor parte- en las mismas áreas, homogéneas, segregadas y descuidadas por las instituciones. Younge las recorre en su libro y descubre (como ya se ha hecho muchas veces antes) que el aislamiento de estas zonas impide que el Estado de derecho llegue como debería. La ley y la protección no llegan a los hoods de la misma forma que a otros lugares. No llegaban nada hace cien años, llegan de forma insuficiente hoy.
La experiencia muestra que cuando el Estado de derecho no llega, se genera impunidad: sin redes de auxilio ni justicia a la que acudir, la población (ha pasado en todas partes en todas las épocas) se autoorganiza con la violencia como vehículo. En este caso, sin Estado al que acudir y con una circulación esquizofrénica de armas de fuego, la cultura de la pandilla hace estragos en Estados Unidos. La pandilla como identificación y seno, como lugar de pertenencia. Se ha conformado una red social que se perpetúa, con unos roles sobre los que crecen los jóvenes en barrios de los que no pueden salir. “No justice no peace” (No hay justicia, no hay paz) no es una amenaza, es una llamada de auxilio. Hágase aquí también la ley, por favor. Nadie vive en la marginalidad por gusto. Nadie elige eso. La gente quiere comer tres veces al día, que no le disparen y que su hijo llegue al colegio sano y salvo.
La comunidad negra reclama Estado, reclama ley, reclama policía. Reclama lo que Trump grita estos días, law and order (ley y orden). Quiere protección. En su libro Ghettoside (publicado en España Muerte en el gueto por Capitán Swing) la periodista Jill Leovy hace una radiografía de South Central, el distrito más problemático de Los Ángeles. En este lugar, según explica la autora, casi el 50% de los asesinatos entre negros queda sin resolver. Si hablamos de tiroteos, robos o incendios provocados, casi ninguno acaba en condena. La impunidad es asombrosa. Leovy reitera el mensaje: zonas segregadas donde el Estado no llega como debería. Y si al Estado no le importa, ¿a quién le va a importar?
Cuando negro mata a negro, dicen en Estados Unidos, no es noticia, a pesar (o precisamente por ello) de que ocurre casi a diario. Hay quien ve en ello algo genético o racial y se queda en casa tuiteando que no va a pedir perdón. Hay quien se pregunta por qué y cuando encuentra respuestas sale a la calle a pedir que las cosas cambien.
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