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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Ortega es Somoza

Daniel Ortega regresó al poder en Nicaragua en 2007 convertido en una versión perfecta, y tal vez superada, de Anastasio Somoza

Un moticiclista viste una camiseta en apoyo al presidente Daniel Ortega, en Managua.
Un moticiclista viste una camiseta en apoyo al presidente Daniel Ortega, en Managua.Alfredo Zuniga (AP)
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Cuarenta años después Anastasio Somoza está ahí. Habrá plaza llena. Se celebrarán 40 años de la derrota al somocismo en Nicaragua. El triunfo de la revolución sandinista. Habrá invitados en la tarima. Banderas rojinegras bailando al viento. Consignas. Música revolucionaria. Discursos altisonantes. Nostalgia. Pero será el somocismo celebrando su propia derrota. O tal vez su triunfo. Su resurrección.

El “somocismo” no es el gobierno de Anastasio Somoza, así como “orteguismo” no es el gobierno de Daniel Ortega. Tanto la una como la otra son etiquetas cambiables que ponemos en Nicaragua a un estilo similar de gobierno, que para nuestra desgracia se repite como tornillo sin fin desde hace 200 años. Le dijimos “zelayismo” cuando el dictador liberal José Santos Zelaya tomó el poder por la fuerza, allá en 1893; luego “chamorrismo” cuando el viejo caudillo conservador Emiliano Chamorro dio golpe de Estado en 1926, y después “somocismo” cuando el primer Anastasio Somoza se hizo con el poder para no aflojarlo durante más de 40 años, hasta llegar a ese 19 de julio de 1979 en que se fijó su derrota. Hace 40 años. ¿O era otra muda de piel?

Henry Ruiz dice que Daniel Ortega es la principal prueba del fracaso de la revolución sandinista. Ruiz es uno de los guerrilleros que hace 40 años estaban tomando el poder en Nicaragua. Junto a él estaba el mismo Daniel Ortega y otros siete comandantes que conformaron lo que se llamó “Dirección Nacional”, un órgano que concentró en sus manos el poder público, político y militar de Nicaragua. Una dictadura colegiada.

El país quedó en manos de una generación treintañera, desaliñada y arrogante. Decía ser la vanguardia de una revolución que cambiaría a Nicaragua para siempre. La nueva Nicaragua. La experiencia y las calificaciones de los otros —los más viejos, los distintos—-- eran desdeñadas como parte del ancien régime. Los cargos y las responsabilidades recayeron sobre “el hombre nuevo” que representaban ellos. La medida para seleccionar quién era quién la determinó cuánto le “había costado la causa” a alguien. Y así se vio a legendarios guerrilleros, casi analfabetas, administrando importante cargos de gobierno. Un desastre. Valía más un historial guerrillero o un carné de militante que un título universitario. Proliferaron los grandes proyectos que no iban para ningún lado y terminaban convertidos en inservibles elefantes blancos.

La revolución lo justificaba todo. En nombre de la revolución se cometieron masacres, nacieron y murieron fortunas y se recortaron las libertades. De alguna manera los comandantes terminaron imitando a los cerdos de la granja de George Orwell y empezaron a caminar sobre los pasos que seguiría alguien como Somoza o Zelaya para conservar el poder. “Nosotros lo único que hicimos fue derrocar la institucionalidad de la dictadura, pero no el modelo de poder”, reconoció años más tarde Dora María Téllez, comandante guerrillera sandinista.

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Y si al principio la gran diferencia era que esta vez no había un dictador, sino nueve dictadores, poco a poco, el río volvió a su cauce original, concentrando el poder en una sola persona: Daniel Ortega. En los primeros años, los nueve comandantes tenían que salir en la foto al mismo nivel. Nadie podía estar sobre otro. Las apariciones públicas, las menciones en los diarios oficiales y oficialistas eran escrupulosamente reguladas para que uno no fuera más que otro en esa lucha de egos. Hasta 1984, cuando el sandinismo acepta organizar unas elecciones y tiene que escoger un candidato a presidente. Desde ahí comienza Daniel Ortega a perfilarse como el nuevo caudillo. El nuevo Somoza, Zelaya o Chamorro. Daniel Ortega pasó a ser “coordinador” de la Junta de Gobierno, primero; candidato y presidente de Nicaragua, después; luego Secretario General del Frente Sandinista, para terminar siendo al final dueño de su partido y dictador. Y uno de los hombres más ricos de Nicaragua. Igual que lo fue Somoza en su momento.

Cambiar un dictador es difícil y costoso. Se calcula que 50 mil nicaragüenses tuvieron que morir para que saliera Somoza y llegara la revolución sandinista hace 40 años. Otra cantidad similar de muertos costó salir, a su vez, de la revolución sandinista. Pero Daniel Ortega regresó convertido en una versión perfecta, y tal vez superada, de Somoza en 2007. Estableció una dinastía familiar. Tomó control de la Policía y el Ejército hasta llegar a convertirlos en su guardia familiar. Activó la reelección perpetua. Y cuando los ciudadanos, hartos otra vez de ese tipo gobierno, se rebelaron, los masacró sin miramientos.

Hay una discusión estéril ahora mismo en Nicaragua sobre si Somoza fue mejor que Ortega, o si sandinismo es igual o diferente al orteguismo. Son solo etiquetas de una misma enfermedad. Cada dictadura es producto de su tiempo y será más o menos cruel en la medida que las circunstancias lo permitan. El problema no es Daniel Ortega o Anastasio Somoza como personas, sino la cultura política que incuba a estos dictadores.

Es importante reconocer las pistas que llevan al camino ya andado, porque Nicaragua está a punto de cambiar otra vez. Nuevamente oímos las promesas de una Nicaragua nueva, de una sociedad justa, del restablecimiento de las libertades y el fin de la corrupción y el enriquecimiento a la sombra del Estado. Soñar eso ya ha costado más de 300 muertos, unos 600 presos políticos, 70 mil exiliados, unos cuatro mil lesionados, y la caída de la economía. Es Sísifo empujando de nuevo la pesada piedra montaña arriba. Otra vez se quiere construir la “nueva Nicaragua” repitiendo la fórmula que ha llevado a la formación de los caudillos anteriores y con ellos las dictaduras que luego hay que derrocar, como vimos, a grandes costos. Excluir al que piensa diferente, escoger las responsabilidades por cuánto costó la causa, y creer que unos tienen más derechos que otros son los primeros síntomas de todos los malos gobiernos que hemos tenido. Luego viene el endiosamiento y la patente de corso para hacer exactamente lo mismo que hacía el otro, al que se derrocó.

A estas alturas ya es imposible seguir sosteniendo la aureola de única, genuina y romántica que tuvo la revolución sandinista en los primeros años de los década de 80. El somocismo sobrevivió a su propia derrota hace 40 años en la piel de los comandantes.

"No es inusual que líderes revolucionarios se conviertan en lo que era su oponente", dice Dora María Téllez y pone de ejemplo lo que sucede con los hijos de padres violentos. "Hay gente que se queja de que su papá lo mal mataba y termina mal matando a su hijos. Es el fenómeno de la reproducción de modelos. Daniel Ortega escogió el camino de reproducir el modelo de la dictadura de los Somoza, que es un modelo de pactos, de prebendas, de clientelismo político, de corrupción, de alineamiento institucional y un modelo de subordinación del Ejército y la Policía".

Daniel Ortega es Anastasio Somoza. Hay mucho más de somocismo en el régimen de Daniel Ortega que algo de los ideales que inspiraron la revolución hace 40 años. Incluso, hay quienes creen que hay mucho más de somocismo en esta dictadura que en la dictadura del propio Somoza, si se considera al “somocismo” como esa etiqueta que desborda a Somoza y define a un gobierno autoritario y cruel.

Este 19 de julio se celebra una revolución que no fue. Y Somoza estará ahí.

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