Historias interminables (El Salitre, Bogotá)
En una angustiosa carta de tiempos peores, tres senadores de la Comisión de Paz del Congreso han denunciado el supuesto regreso de la persecución política a la oposición
Sé que no va a pasar. Pero para que Colombia sea su mejor versión –para que supere la violencia que entorpece su cultura, por ejemplo– lo mejor que puede pasarnos es que todos sus líderes se sometan a su justicia transicional: de ser posible, hoy. No necesito que terminen en la cárcel, como Abimael Guzmán, con los odios en la punta de la lengua y los tobillos esposados y las garras en los barrotes: “¡Soy un chivo expiatorio!”, gritarían. Solo quiero que reconozcan ante los colombianos que sus carreras están llenas de jugadas sucias, que sus campañas presidenciales toleraron operaciones criminales, que sus Gobiernos permitieron el horror de los unos para terminar el horror de los otros. A ver si las historias interminables de este país por fin dan con un cierre. A ver si sus víctimas pueden al fin dormir en paz.
Digo esto porque ahora mismo está sucediendo lo que ya sucedió –el saboteo de los acuerdos de paz con las FARC es el saboteo de los acuerdos de las últimas seis décadas, el exterminio de los líderes sociales es el exterminio de los colombianos que les estorban a los traficantes de drogas, el escándalo con cuentagotas de la campaña presidencial de 2014 es el escándalo eterno de las financiaciones privadas de los candidatos de siempre, la vieja clase política aún tiene, a pesar de sus documentados abusos, el respaldo suficiente para reescribir sus desmanes e incumplir sus promesas, y el horizonte nacional sigue siendo ocupado por políticos valerosos que trabajan en nombre del padre que les asesinaron– porque la justicia no ha conseguido darles un cierre a nuestras historias en común.
Digo esto porque, en una angustiosa carta de tiempos peores, tres senadores de la Comisión de Paz del Congreso han denunciado el supuesto regreso de la persecución política a la oposición –el regreso de las interceptaciones ilegales, de las operaciones de descrédito, del acoso– enfilada e ideada por la agencia de inteligencia del Estado. La llamada Dirección Nacional de Inteligencia (DNI) ha negado con contundencia la versión de los tres congresistas, Barreras, Cepeda y Sanguino, que hablan de una reunión en el barrio El Salitre, en el occidente de Bogotá, en la que se habría dado la orden de convertir en “objetivos políticos” a los críticos del Gobierno. Pero la sola noticia es una prueba descorazonadora de que no hemos sido capaces de acabar con el fantasma del hostigamiento a la oposición.
Y es un recordatorio de que la derecha, aun cuando se haya lavado la imagen –haya posado de democrática– en su cruzada contra la dictadura venezolana, ha tendido a los métodos que suele denunciar.
La DNI reemplazó en noviembre de 2011 a aquel Departamento Administrativo de Seguridad, el todopoderoso DAS, que tuvo que ser clausurado después de una repugnante historia de persecuciones a opositores y en medio de una serie de investigaciones por su supuesta participación en los asesinatos de tres candidatos presidenciales. Es terrible que a pesar del nombre nuevo, a pesar de no ser DAS sino DNI, vuelva a sonar por interceptaciones ilegales. Es señal de que esta historia se repite y se repite porque se le resiste a sangre y fuego a los cierres. Y de que se repetirá hasta el fin de los días si sus autores intelectuales siguen dedicándose al encubrimiento en cuerpo y alma. Yo no espero que paguen penas, no, no espero que reciban los adjetivos precisos en los libros de Historia. Ni siquiera pido ya que se retiren de “la política”.
Solo pido que se reconozcan como victimarios en un video viral colgado en YouTube y dirigido a la justicia transicional –“Yo no fui el chivo expiatorio, sino el responsable”– que les rebaje la pena en cualquier infierno en el que crean: no más.
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