Cuando no estemos
López Obrador está convencido de que está allí, en la silla presidencial, para hacer la voluntad del pueblo, pero imponiendo prácticas que permitirán que el siguiente las deshaga con la misma facilidad
Ningún baño de humildad es más efectivo que imaginarse un mundo sin nosotros, una vida en la que ya no estemos. Podemos asumir que tres o cuatro personas la pasarán mal un rato, probablemente la pareja y los hijos si se tienen (o eso quisiéramos pensar) y quizá una sesión de lamentos reales o impostados de quienes nos rodean. Pero pasado un tiempo, y para efectos prácticos, el planeta seguirá girando como si nunca hubiésemos pasado por él; apenas un efímero rizo de espuma en un mar encrespado.
Los presidentes de un país suelen pensar lo contrario. Algunos trascienden aunque sea porque una escuela o una avenida llevará su nombre si corren con suerte; muchos de ellos ni eso. Dependerá de su capacidad para tomar medidas que afecten la vida de los ciudadanos aun cuando ellos se hayan ido. Y eso no sucederá a menos que fortalezcan a actores sociales de manera irreversible y funden leyes e instituciones capaces de permanecer en el tiempo.
La reflexión anterior parece obvia y ociosa, pero por desgracia no suelen compartirla los gobernantes en turno. Siempre recordaré una conversación con el presidente Felipe Calderón hace diez años, en la que cuestioné que tras haber sido toda su vida un opositor víctima de una democracia simulada, no utilizase su mandato para hacer irreversible una democracia efectiva con contrapesos sólidos y un entramado de instituciones neutras. Palabras más palabras menos, respondió que por el momento eso estorbaría el ejercicio del poder presidencial y había mucho que hacer para mejorar al país. Actuaba como si hubiese llegado al poder para quedarse treinta años y sus buenas intenciones hicieran innecesaria la fundación de instituciones democráticas que solo estorbarían el ejercicio de su voluntad bienhechora. Como sabemos, se fue de Los Pinos con penas y sin gloria.
Recuerdo también el caso de un presidente municipal en Jalisco, un empresario honesto pero un tanto rústico, que compró las patrullas a precios bajos en la concesionaria de su compadre. Cuestionado por haber incumplido las normas que exigían licitar la adquisición de los vehículos, respondió que esas normas eran para los funcionarios corruptos, él podía obviarlas porque no estaba actuando con dolo. Nunca pudo entender que violar las normas quitaba los candados que impedían que otros menos “honestos” también lo hicieran.
Algo en la actitud de Andrés Manuel López Obrador me hace recordar estos casos, guardadas las notorias diferencias ideológicas o la calidad moral de los implicados. Él está convencido de que está allí, en la silla presidencial, para hacer la voluntad del pueblo, pero imponiendo prácticas que permitirán que el siguiente las deshaga con la misma facilidad. Cuando en un mitín somete a votación a mano alzada una cuestión importante para el país y esgrime el resultado como una expresión legítima de la voluntad del pueblo, no se da cuenta de que está inaugurando un mecanismo que facilitará al siguiente presidente hacer lo que se le venga en gana (por ejemplo desmontar las decisiones y proyectos instalados de la 4T). Total, reunir tres o cinco mil adeptos los puede hacer cualquier político que se precie. Lo mismo sucede cuando levanta censos improvisados por sus simpatizantes en los que terminará participando el 1% del padrón electoral y asume que la Nación ha hablado.
No tengo ninguna duda de que López Obrador está convencido de que las resoluciones que han salido de tales consultas son buenas para el país. Pero tendría que pensar, al menos por un instante, a un presidente de derechas utilizando esos mecanismos para dar marcha atrás a las más elementales conquistas sociales. Un Trump versión mexicana, por ejemplo, que a mano alzada consiguiera la anuencia de los obreros para renunciar a las prestaciones de ley con el argumento de facilitar la creación de empleos. O una consulta pública organizada por los suyos para eliminar el salario mínimo. Cuando AMLO envía un memorándum a su administración para que no se acate una ley está abriendo una caja de Pandora para el futuro, a menos que crea que Morena llegó para quedarse indefinidamente. Cosa que se antoja imposible en estos tiempos de redes sociales volátiles y una globalización tan caprichosa como abrumadora.
Si los presidentes pensasen un instante en una presidencia en la que no están ellos, algo que irremediablemente sucederá, tendrían que estar construyendo instituciones, empoderando actores sociales capaces de actuar al margen de la voluntad presidencial, construyendo contrapesos potenciales frente a los caprichos de los soberanos. La única manera de imprimir cambios importantes que resistan el tiempo es levantando la vara, no bajándola, de tal manera que el verdadero interés público, expresado en una miríada de instituciones, pueda sostenerse frente al capricho del presidente en turno. En suma, imaginarse un Palacio Nacional en el que no esté él.
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