La represión de Ortega golpea al bastión rebelde de Nicaragua
El asedio contra los críticos en Masaya, emblema de las protestas iniciadas hace un año, continúa entre la esperanza de que vuelva a brotar la rebelión
La prédica del domingo de Ramos en una de las iglesias de Masaya fue este año un tanto contemporánea. El cura Edwin Román extrapoló la llegada de Jesús a Jerusalén con lo que se hubiese encontrado en Nicaragua en abril de 2019: “Más de 300 asesinados, más de 800 presos políticos, familias divididas, más pobreza…” Los aplausos se sucedieron mientras el sacerdote agitaba una rama de olivo, “señal de victoria y martirio”, asegura el religioso. Alguien en un rincón de la iglesia no estuvo tan de acuerdo con la homilía.
-Vos, más que sacerdote, sos un cerote [una mierda], respeta los días de Semana Santa, después de todo lo que hicieron siguen jodiendo.
El padre Román sonríe mientras lee el mensaje en su teléfono móvil, pero más cuando muestra lo que le respondió: un dibujo de un sapo, como en Nicaragua se conoce a los chivatos, a los delatores, los que desde hace un año tratan de hacer la vida imposible a quienes no respaldan al Gobierno de Daniel Ortega, otrora guerrillero sandinista icono de una revolución que ya no es más. Román está acostumbrado a ellos. Está convencido de que quien le mandó el mensaje es un asiduo a sus misas que pasó de sentarse en primera fila a resguardarse al fondo de la iglesia. “Los sapos”, insiste, han tratado de fabricar montajes mostrándole como un pedófilo o un alcohólico, cuando no han presionado a la gente con la que se rodea: le recomendaron siete sesiones de fisioterapia y después de la segunda se tuvo que olvidar porque el dueño del lugar comenzó a recibir amenazas y le insinuaron que estaba facilitando reuniones de terroristas. "Mucha gente me dice: “Si le tocan a usted, Masaya se levanta de nuevo”.
Hace justo un año, Nicaragua inició un camino que para muchos es de no retorno. Lo que comenzó como una serie de protestas contra la reforma de la Seguridad Social se tornó en una rebelión que ha dejado más de 320 muertos, centenares de presos políticos, miles de exiliados y un país fragmentado. Sacó a relucir un hartazgo que Ortega solo pudo ocultar con violencia. La represión, el miedo, si no ha silenciado, al menos ha anestesiado a muchos de sus críticos.
En las calles de Masaya impera toda la normalidad que puede haber en una ciudad en la que aún se pueden ver disparos de alto calibre en las fachadas de algunos edificios o donde un grupo de niños sale vestido de presos durante la procesión de los cautivos. Nadie que no esté a resguardo quiere hablar con un extraño y menos sobre la situación política. Si acaso en el mercado de artesanías una vendedora concede un “más o menos” mientras mueve la mano. El asfalto se ha convertido una suerte de lápida de las decenas de barricadas que se levantaron por las calles y no hay rastro de las pintadas que aludían a los rebeldes de una ciudad que se llegó a declarar “libre” del Gobierno de Ortega. En la plaza del barrio de Monimbó, el epicentro de la resistencia de Masaya, arrasado el 17 de julio por centenares de paramilitares con el apoyo de la policía, un grupo de personas come bajo la mirada de tres agentes que portan armas largas, impávidos pese al infernal calor que sacude estos días Nicaragua. Ante ellos, la bandera azul y blanca, que los críticos con Ortega enarbolan en las protestas, convive con una rojinegra del Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN).
Cerca de ahí, la familia del preso Yubrank Suazo, estudiante de Psicología de 28 años y uno de los líderes de las protestas en Masaya, acaba de recibir la noticia de que podrán visita a su hijo en la cárcel dos veces esta semana. “Visitas especiales, como en Navidad”, explica Wilfredo, su padre, de 75 años. Especiales quiere decir que en vez de los 45 minutos al mes que le conceden al reo, esta vez cinco de sus allegados podrán estar con él de 10 de la mañana a 4 de la tarde. Así que poco importa que en ese momento una pareja se acerque a su negocio, venido a menos por la situación económica y porque cuesta acercarse a la familia de un preso, preguntando por el precio de las hamacas que confeccionan. La cabeza la tienen en otro lado. Fátima, la hermana del encarcelado, no se despega del teléfono salvo para advertir a su padre entre llamada y llamada:
-Que todavía sigue con los mareos y los vértigos
“Vivimos en una zozobra permanente”, dice al aire el padre. A principios de marzo, su hijo consiguió grabar un vídeo en el que denunciaba y llamaba a resistir contra Daniel Ortega y su esposa, la vicepresidenta Rosario Murillo. “Que viva Nicaragua, que vivan los presos políticos y que se rinda su madre”, gritó. Suazo, según las denuncias de varias organizaciones y su familia, fue torturado. Su padre camufla el miedo por la vida de su hijo con una pizca de orgullo. “No se atreven a liberar a los muchachos porque saben que se van a volver a rebelar. Masaya es un polvorín, es un volcán que puede explotar en cualquier momento. Si estuviese tan tranquilo como dicen no necesitarían tanta policía en las calles”.
La familia de Suazo sabe que su hijo está en la lista de los presos que Ortega se ha comprometido a liberar antes de mediados de junio después de acceder a las presiones de la oposición, El Vaticano y la OEA. El exguerrillero buscaba destrabar unas negociaciones que penden de un hilo después de que la Alianza Cívica, que engloba a empresarios, estudiantes, campesinos y sociedad civil decidiese levantarse de la mesa de conversaciones al considerar que Ortega no cumple lo pactado.
También en la lista de presos a liberar están Cristian y Santiago Fajardo, junto a Yubrank Suazo las caras más visibles de las protestas en Masaya. El primero, según explica en su casa su padre Santiago, está recluido en un módulo conocido como El Infiernillo y no tiene comunicación con otros presos. “Está secuestrado en una mazmorra”, zanja el padre, convencido de que sus hijos serán los últimos en ser liberados. “Solo confío en que no les hagan nada hasta entonces”. Y aunque él quisiera que, llegado el caso, se fueran del país, sabe que no va a ser así mientras la mecha de las protestas siga viva.
Desde hace días, en la casa de los Fajardo, como en todo Masaya, escuchan por las noches el sonido de bombas de mortero lanzadas al aire, sin saber muy bien de dónde provienen. “Uno se emociona”, concede Rosa, la hermana de los presos; “es una señal de que estamos vivos y que no esto no ha acabado”, resume su padre.
Ese sonido le es muy familiar a Ruth Matute, de 28 años. Tanto ella como su esposo y la familia de este trabajaban con pólvora y vivían de ella hasta que hace unos meses. Al matrimonio lo encarcelaron, acusados de suministrar material a los rebeldes. Primero fue detenido su marido. Un día después, ella fue a reclamar a la comisaría y ya no salió. Desde entonces, 6 de octubre, hasta que le concedieron casa por cárcel a finales de febrero, Matute estuvo en varias prisiones, tuvo que compartir celda con hasta 10 mujeres y llegó a ser hospitalizada durante 10 días después de que tuvieran que cambiarle el marcapasos que lleva.
Mientras todo eso ocurría, cerraron los talleres en los que trabajaba la familia. Ella está convencida que los delatores son sus vecinos, pero dice que no les guarda rencor, que en algún momento ellos se sentirán obligados a pedir perdón. Será cuando haya un cambio, asegura. Un giro que empezó hace un año y que siente que no tiene marcha atrás. Ella también ha escuchado las bombas que se han vuelto a escuchar esporádicamente y sonríe cuando se le pregunta si sabe quién las lanza: "Son los muchachos".
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