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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Memorias traumatizadas (Abadía de Monserrat, Bogotá)

'La batalla por la paz' cuenta la sorprendente y larga trasescena de un milagro

Ricardo Silva Romero

Ya es un subgénero literario: “Memorias de presidentes colombianos poco después de dejar el poder”, debería decir en algún escaparate de las librerías entre el de la “Novela” y el de la “Historia”. “Memorias traumatizadas de expresidentes colombianos”, mejor, “Expresidentes anónimos”, pues estos libros tristes y voluminosos redactados en clave de historia oficial –que tendrían que traer fecha de vencimiento porque con el paso de los meses tienden a refundirse en las bibliotecas de sus lectores– no solo tienen en común la experiencia delirante y atormentada y brutal de ocupar la Casa de Nariño, sino el afán de probar que, aunque usted no lo crea porque no lo quiere creer, ese que a duras penas pasó fue un Gobierno de buena voluntad.

Hubo un tiempo en el que los políticos colombianos fueron sobre todo estupendos prosistas. Hace unas cuantas décadas nomás, el liberal López Michelsen o el conservador Gómez Hurtado, por ejemplo, escribieron ensayos que aún les sirven a los estudiosos de la lucha por la democracia del país. Muchos líderes de los de hoy transcriben e imprimen sus testimonios, sin el pulso ni el oído ni la gracia de los de ayer, como probándoles a los apocalípticos que el libro aún confiere autoridad e infunde respeto. Pero resulta innegable que el subgénero de los exjefes de este Estado roto, un éxito de ventas y un llamado de auxilio que prueba que los héroes y los villanos de Colombia han sido colombianos, merece su pequeño estante.

El expresidente Samper narró su terquedad en Aquí estoy y aquí me quedo, el expresidente Pastrana expuso su frustración en La palabra bajo fuego y el expresidente Uribe se comparó con Batman en No hay causa perdida: y los tres volúmenes fueron recibidos, en medio de esos revuelos colombianos que terminan en nada, como un alivio para todos, como un intento de pasar del poder a la sabiduría o como una explicación no pedida. El expresidente Santos acaba de publicar su libro: La batalla por la paz. Y, como todo lo suyo, es mejor de lo que parece en un principio: se centra en su empeño de resolver el conflicto armado desde una reunión entre todos los violentos que él se inventó, en 1996, en un salón de eventos bogotanos llamado la Abadía de Monserrat, y sus anécdotas le sirven a una sola trama, y reconoce errores y fracasos.

La batalla por la paz cuenta la sorprendente y larga trasescena de un milagro, que ya ha sido contado por un puñado de narradores, con la claridad y la sinceridad que puede permitirse un exmandatario: el uribismo, que odia tanto a Santos que ya es sospechoso, lo ha recibido con hashtags iracundos y notas destempladas porque describe –sin regodearse en adjetivos– cómo se ha opuesto el expresidente Uribe a esa paz. A mí me ha parecido bueno, útil. Pero me ha revivido la pregunta de por qué las biografías de los líderes colombianos son autobiografías, o panegíricos, o venganzas que terminan en la venta pirata en los semáforos: ¿por qué ha habido tan pocas biografías serias, no autorizadas, de nuestros poderosos?

Porque ha habido pocos. Y meterse con uno de ellos, retratarlo como el hombre complejo o el caso psiquiátrico que ha sido o que fue –narrarlo sin reverencias como Gerardo Reyes narró al magnate Julio Mario Santodomingo en Don Julio Mario–, se ha visto como el fin en este país con solo dos canales privados de televisión en donde la violencia ha sido el más popular de los métodos de resolución de conflictos. Habría que contar a fondo a esos presidentes trágicos que hemos tenido, de Nariño a Duque, como los gringos han contado a los suyos. Se hará. A Colombia aún no llega la noticia de que el poder ya no es lo que era, pero llegará. Y cada superhéroe tendrá su identidad secreta.

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