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Columna
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En defensa de Narciso

Se asume que la creación artística es una actividad que no sabe sino observar su propio reflejo. Esto se debe, además de a la culpa y los pecados, al tamiz de los valores intrínsecos al capitalismo

Emiliano Monge
'Narciso' de Caravaggio.
'Narciso' de Caravaggio.GETTY

La historia de Narciso, que todos creemos conocer desde pequeños, ha sido, sin embargo, tan tergiversada, descompuesta y sintetizada que ha extraviado su sentido original por completo.

Tanto la literatura como el arte y las habladurías populares como el psicoanálisis han convertido al hijo de Liríope en un burdo adorador de su propia imagen. La verdad, sin embargo, es mucho más compleja y hermosa. Y es que Narciso, la primera vez que observa su reflejo en el agua del estanque junto al cual se ha detenido a descansar, no sabe quién es aquél al que observa.

Maldecido por Eco —que se había enamorado perdidamente de su belleza, al igual que tantas otras ninfas a las que él negó el placer de su compañía—, Narciso es condenado a amar de la misma manera como él había sido amado. "Así ame él, ojalá; así no consiga nunca el objeto de sus deseos", escribió Ovidio en Las metamorfosis. La maldición no es, entonces, la de amarse a sí mismo: la maldición es, en realidad, padecer la experiencia que padecieron todas sus enamoradas. Es decir: sufrir el mismo rechazo, de parte del mismo objeto de deseo.

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Para que esto suceda, el maldecido no puede ser el enamorado y ser, a la vez, el amado. Debe ser, únicamente, el enamorado: Narciso se debe enamorar de Narciso, pero sin saber que aquél a quien ama es Narciso. Tras dormirse un momento junto al estanque y despertar sediento, el hijo de Liríope se acerca al agua y lo que descubre, frente a él, es la belleza más pura que pudiera descubrir, una belleza que habrá de enloquecerlo de amor, pero que no reconoce como su propia belleza: "se desea a sí mismo sin saberlo, elogiando se elogia, cortejando se corteja, y a la vez que enciende, arde. ¡Cuántas veces dio besos a la fuente engañadora! ¡Cuántas veces sumergió sus brazos para agarrar ese cuello que veía en medio de las aguas y no consiguió cogerse en ellas! No sabe qué es lo que ve, pero lo que ve le quema y la misma ilusión que engaña sus ojos, lo excita".

Otra vez, Ovidio deja claro que Narciso no sabe que aquél a quien ha empezado a amar es su reflejo, como no sabe que ese mismo ser que lo rechaza —igual que él rechazó a las ninfas y a Eco— es él mismo. Y no lo sabrá hasta que se haya consumado su destino y el amor por aquel desconocido que observa en el agua lo haya enloquecido por completo. La maldición funciona, también, alargando la existencia de Narciso: durará lo que dure su sufrimiento, lo que dure la ingenuidad de su amor, lo que dure su desconocimiento.

Cuando Liríope le pregunta al oráculo si su hijo llegará a ver los largos días de una vejez, éste le responde, burlonamente: "(sólo) si no llega a conocerse". Y es que cuando Narciso termine de conocerse, es decir, cuando consiga reconocerse —en las cumbres de su propia desesperación—, el castigo habrá terminado: ya no amará como lo amaron a él, ya no sufrirá de la forma en que hizo sufrir a los otros.

Aquello que asumimos como la tragedia de Narciso: amarse a uno mismo de manera desbocada, por contradictorio que pueda parecer, es, en realidad, su liberación: cuando descubre que quien está en el agua es su reflejo, el hijo de Liríope rompe la circularidad de su condena, el eterno retorno de su castigo.

"¡Ése soy yo, me he dado cuenta! Mi reflejo no me engaña más. Ardo en amores de mí mismo (...) el dolor me quita las fuerzas, no me queda largo tiempo de vida, y en mi primavera muero. Pero no es dura la muerte para mí, pues aliviará mis penas; éste al que adoro es quien quisiera que viviera. Pero los dos, unidos de corazón, moriremos en un sólo aliento", asevera Narciso antes de suicidarse a golpes, venciendo a los dioses y destrozando su destino —no, Narciso tampoco se ahoga.

Lo que Narciso no sabía entonces, sin embargo, era que haría enojar tanto a los dioses con su liberación como los había hecho antes enfurecer con su rechazo a las ninfas y a cualquier otra criatura que se propusiera amarlo. Por eso, apenas cae muerto, se le dicta una nueva sentencia: mirarse, para siempre, sobre las aguas de la laguna estigia.

Otra vez, sin embargo, estaríamos equivocados, es decir, otra vez aceptaríamos que la historia de Narciso nos cuenta lo que deseamos o necesitamos que nos cuente, si en este nuevo castigo de los dioses intentamos leer la tan tergiversada, descompuesta y sintetizada fábula del ególatra, del enamorado de sí mismo. Porque una vez que ha muerto, Narciso, que seguirá observando eternamente a Narciso sobre el agua de la laguna de los muertos, ya no guarda los sentimientos que antes tuvo.

La imagen que observa, en lugar de despertar su deseo, despierta su arrepentimiento. Su reflejo es un recordatorio del sufrimiento que se le impuso y no la fuente de ese sufrimiento. El hijo de Liríope no ama aquello que ve y que sabe que es él mismo: recuerda que amó aquello que ve y que no sabía que era él mismo.

Ahora bien, ¿por qué me parece necesario traer esto a colación, además de por rendirle homenaje y buscar un poco de justicia para el pobre Narciso? Porque creo que, a últimas fechas, son demasiadas las actividades humanas que enfrentan el mismo estigma, la misma narración deformada que Narciso ha enfrentado, por lo menos, desde que se empezara a releer su historia con el tamiz de la culpa y los pecados.

Déjenme ser específico, poniendo un ejemplo: la creación artística. Hoy en día se piensa, se asume o se dice —en demasiados círculos, en demasiadas ocasiones— que la creación artística es un quehacer enamorado de sí mismo, una actividad que no sabe sino observar su propio reflejo. Por supuesto, esto se debe, además de al tamiz, otra vez, de la culpa y los pecados, al tamiz de los valores intrínsecos al capitalismo, que vuelven casi incomprensible cualquier actividad que no parezca, a primera vista, productiva.

Analicemos el asunto igual que hemos hecho con la historia de Narciso: aún aceptando que los seres humanos, a través de la creación artística, lo que observan es su reflejo, debemos tener claro que, como le sucediera al hijo de Liríope, los creadores y creadoras no saben qué es aquello que observan. De hecho, por esto que los artistas, los escritores y escritoras, las y los músicos se asoman al estanque en el que yace reflejada la imagen de la humanidad: para tratar de entender algo más de lo que ahí se muestra, para tratar de explicar algo de entre todo aquello que los hombres y mujeres no podemos explicar de manera cuantitativa.

Ahora bien, así como Narciso, justo antes de suicidarse, comprende la condena del singular, la creación artística, en algún momento, comprende la condena del plural. Pero en lugar de matarse a golpes, cambia de bando y se convierte en la ninfa que hace miles de años maldijera al hijo de Liríope: la mismísima Eco. Además de entender y de explicar, entonces, los creadores buscan trasladar, urgidos de que alguien más respire, observe y sienta aquello que él o ella comprendieron o creyeron comprender.

Y aunque esto, que no es otra cosa que la empatía, no puede valorarse bajo las ideas de la productividad económica, se trata de uno de los mayores motores de nuestra especie: el que nos permite, precisamente, no vivir condenados a ser el falso Narciso, sino el Narciso real: aquel ser que ama incluso aquello que no sabe qué es.

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