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Columna
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Río revuelto (Palacio de Justicia, Bogotá)

Ser presidente de Colombia es ser testigo del fracaso de la guerra contra las drogas

Ricardo Silva Romero

Sí hay cosas que cambian. Pero hay que decir que todo esto que está pasándonos ahora –la amenaza nuclear, los llamados de la ONU, las plegarias del Vaticano, los pulsos de Estados Unidos, de Rusia y de China– lo está comentando Mafalda en las tiras tragicómicas de hace medio siglo: “¡Cuidado! ¡Irresponsables trabajando!”, dice el letrero que la niña vieja le cuelga al globo terráqueo, y así era entonces y así es hoy. Aquí en Colombia seguimos discutiendo la siniestra, devastadora e imperdonable guerra contra las drogas que los gringos pusieron en marcha, y discutirla es lo único que osamos hacer. El Gobierno de Duque, que ha amarrado su suerte a la suerte incierta de Uribe y de Maduro y de Trump, ha vuelto al enfoque prohibicionista como a un error que les sirve a unos pocos demonios.

Y de vuelta al prohibicionismo, y a pesar de las evidencias y de los vaticinios cumplidos una y otra vez hasta el delirio, ha estado defendiendo el regreso de la aspersión aérea con glifosato para la erradicación de los descontrolados cultivos de coca.

Colombia es un río revuelto que no deja de serlo. Describir los hechos verificables, distorsionados en medio de la gritería nuestra de cada día, es toda una proeza. Por ejemplo: el jueves pasado se llevó a cabo una importante audiencia en el Palacio de Justicia de Bogotá, con el objeto de hacerle seguimiento a una sentencia de la Corte Constitucional, la T-236 de 2017, que condiciona el uso de glifosato en la erradicación, pero, después de las civilizadas intervenciones de los expertos liberales y los expertos conservadores, no quedó claro que la suspensión de la aspersión fue una decisión del Gobierno de Santos que nada tiene que ver con el acuerdo con las FARC, ni que el Gobierno de Duque podría fumigar si asumiera las limitaciones, sino que andamos enredados, a los gritos, en la restauración del país prohibicionista.

Fue una audiencia sobre por qué no somos capaces de despertar de nuestra pesadilla. Se describió allí la historia del glifosato. Se contó que se rociaron dos millones de hectáreas desde el Gobierno de Gaviria hasta el Gobierno de Santos. Se habló de sus efectos en la salud, en la naturaleza, en el negocio de la coca. El presidente Duque retiñó los riesgos que se corren por el aumento de los cultivos, recordó la efectividad de la aspersión, vio el asunto más como un problema criminal que como un drama social. El expresidente Santos insistió en que, mientras se llega a la solución definitiva de la legalización para quitarles el negocio a aquellas mafias que gobiernan el mundo por debajo, el camino no es la represión, sino la sustitución: ser presidente de Colombia es ser testigo del fracaso de la guerra contra las drogas.

Pero semejante oportunidad para la sensatez terminó, como termina todo en este río revuelto en donde pocos tienen tiempo para conocer los hechos, en que el incansable expresidente Uribe aprovechó la complejidad del tema de la audiencia –y este caos que ya es patrimonio inmaterial de la humanidad– para acusar al expresidente Santos de lo imposible: de influir en 2019 en una decisión tomada en 2017. Hay cosas que no cambian, sí. El encuentro del jueves en el Palacio de Justicia, un edificio construido sobre las ruinas y las cenizas del viejo tribunal que la mafia y la guerrilla y el ejército incendiaron en 1985, fue al menos una escena nueva de la vieja historia de un país maniatado que ha estado viviendo a merced de una guerra por las drogas, contra las drogas y para las drogas.

Quizás la Corte, después de la audiencia del jueves, reduzca las condiciones para la aspersión. Quizás no. Será inútil todo, incluso lamentarlo, si se sigue poniendo en escena el círculo vicioso de la prohibición.

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