Mujeres y cuotas de poder en Latinoamérica
La lucha por una representación igualitaria en la región depende de que haya compromisos institucionales que la faciliten
Treinta por ciento. Esa es la media de representación parlamentaria femenina en América Latina. Puede parecer poco. De hecho, lo es: al fin y al cabo, las mujeres constituyen algo más de la mitad de la población de la región. Sin embargo, la cifra está nueve puntos por encima de la media mundial. Latinoamérica queda, por tanto, a la vanguardia de la lucha femenina por la igualdad en el ámbito público. Pero es esta una guerra compleja, de horizonte incierto y trincheras desiguales en cada país y en cada ámbito, que las mujeres llevan siglos batallando en, al menos, tres frentes distintos: poder, identidad y talento.
Cuotas, palanca necesaria
La representación tradicional, o sustantiva, se ocupa de que haya en el poder individuos cuyas posiciones compartimos. Con ellos tenemos en común una sustancia, una ideología. La representación descriptiva, en cambio, se centra en que haya personas a las que nos parecemos en algo, con las que compartimos algún rasgo. Por ejemplo, el sexo. Es esta una palanca particularmente útil para aquellos segmentos de la sociedad que, como las mujeres, han disfrutado históricamente de menor poder en la toma de decisiones.
Una vez la balanza se va equilibrando, es de esperar que el poder llame al poder: a medida que hay más mujeres en posiciones de influencia, estas otorgarán más poder a otras semejantes, y así sucesivamente. Sin embargo, este efecto no es necesariamente automático. María Escobar-Lemmon, profesora asociada en la Universidad de Texas A&M, cita el caso de Michelle Bachelet en Chile. Su coautora, Michelle Taylor-Robinson, y ella misma observaron que Bachelet se desvió de la paridad que sí mantuvo en su primer gobierno cuando introdujo cambios en el mismo. Según la opinión de Escobar-Lemmon, “habría que asumir que el reto de equilibrar facciones de su propio partido, más el deseo de incorporar caras nuevas, y la intención de la paridad de género, eran demasiados elementos” a tener en cuenta al mismo tiempo. Terminó priorizando aquellos que se alejaban de la cadena del poder que otras veces trae la representación descriptiva.
Si mapeamos la presencia de mujeres en la rama legislativa nos encontraremos con una pirámide paradójica. En la cúspide de la representación descriptiva están Cuba y Nicaragua, dos estados de corte autoritario. Quedándonos exclusivamente en el ámbito democrático, el poder parlamentario femenino es particularmente alto en Bolivia, Costa Rica y México. “Los países más arriba de la lista tienden a ser aquellos donde no solo hay una ley de cuotas [que establece un mínimo de mujeres en las listas de candidatura para las elecciones legislativas], sino donde también se hace cumplir el mandato”, apunta Escobar-Lemmon. Y es que la varianza en las normas es considerable: mientras en algunos lugares están definidas de manera que aseguran no solo un mínimo porcentaje de candidatas sino una presencia casi simétrica, en muchos países consisten simplemente en una demanda de mínimos. Pero claro: es muy distinto poner a un 40% de mujeres como cabezas de cartel, que hacer lo propio en candidaturas residuales con poca probabilidad de victoria.
Además, advierte, las cuotas funcionan mejor en sistemas donde hay listas cerradas (definidas de arriba abajo por los partidos): si es el votante quien decide el orden final de los votos, como pasa en las listas abiertas, el sesgo masculino en los resultados finales dependerá de otros factores. Sirva como ejemplo la bajísima presencia femenina en las alcaldías, como subraya la propia Escobar-Lemmon. La cabeza municipal es un cargo unipersonal donde la cuota es, por definición, imposible. En el poder ejecutivo, normalmente decisión exclusiva de quién ostente la jefatura de gobierno en ese momento, la representación es muy desigual.
En definitiva, cuando el reparto de puestos depende más de la norma social o de la decisión individual que de una ley definida y acordada de antemano, o incluso de la decisión de un régimen autoritario vertical, las mujeres obtienen una menor parte del pastel. Votantes y partidos siguen dando prioridad a los hombres cuando ninguna norma escrita les obliga a lo contrario. Igual que hizo Michelle Bachelet en su día.
Debates identitarios
Cuando Marta Lucía Ramírez ganó la vicepresidencia de Colombia, no fueron pocas las activistas que acudieron a las redes a expresar su frustración en los siguientes términos: al final, ¿de qué sirve que una mujer llegue al poder si lo hace para desarrollar políticas que (según ellas) restringen la libertad de elección del resto? A renglón seguido, otras respondieron defendiendo la presencia de sus semejantes en ámbitos ideológicos distintos del suyo. Además de la redistribución del poder a través de la representación descriptiva, estas mujeres sostenían que había una vertiente identitaria: era y es importante que el conjunto de la sociedad observe una presencia transversal de las mujeres para romper la asociación del poder con lo masculino. La pura toma de decisiones, el mero ejercicio del poder, ya representa libertad de elección. Si el mensaje a lanzar al mundo, a las generaciones presentes y futuras, es que una mujer puede ser lo que quiera ser, ello también incluye el rol de una política conservadora.
De hecho, las mujeres latinoamericanas, son, por ejemplo, (muy) ligeramente más proclives a preferir una norma restrictiva sobre el aborto que los hombres. ¿Por qué iba a quedarse este sesgo sin una representación consistente en el ámbito público? Las Dilma Rousseff y Michelle Bachelet del continente tienen su correspondencia en las Marta Lucía Ramírez o María Eugenia Vidal. Aún podemos ir más allá: resulta que las mismas mujeres que expresan visiones conservadoras sobre el aborto mantienen una perspectiva sobre el derecho al trabajo femenino más progresista que la de los hombres que tienen preferencias liberales sobre el aborto. Esto indica que, al menos en la dimensión material, las mujeres de derecha tienen más claro lo que ellas mismas necesitan que los hombres de izquierda. Algo que, en realidad, no debería sorprender a nadie. Salvo, quizás, a ciertos ejemplares de este último grupo.
La falacia de los hombres preparados
A tenor de los datos anteriores, la idea de que el talento está igualmente distribuido entre sexos parece mayoritaria en Latinoamérica. No resulta sorprendente, por tanto, que una idéntica mayoría de la población esté a favor de las cuotas políticas para favorecer la presencia de mujeres en el poder en la práctica totalidad de los países.
La ciudadanía demuestra así un juicio más sofisticado que el de aquellos que se atan públicamente a la falacia de los hombres preparados. Según este razonamiento, el establecimiento de cuotas en cualquier ámbito pone a mujeres mediocres en el lugar de hombres talentosos, porque “regala” puestos a quien no se lo merece. Pero lo que está sucediendo es justo lo contrario: la ausencia de discriminación positiva está, probablemente, permitiendo asumir puestos de poder a hombres que están menos preparados que mujeres relegadas en el proceso. Por ponerlo en números sencillos: asumamos por un momento que vivimos en un mundo con doscientas personas, la mitad de cada sexo. En este mundo hay tantos hombres como mujeres capaces de representar al resto de la sociedad: digamos, quince de cada. Tenemos que repartir treinta puestos en un parlamento imaginario, y le damos dos tercios a la mirad masculina, y un tercio a la femenina. En efecto, estamos dejando fuera a diez mujeres capaces mientras metemos a cinco hombres mediocres. Si estableciésemos un sistema de cuotas del 50%, los representantes de este pequeño mundo inventado serían, en agregado, más talentoso.
Este pequeño modelo parte de la premisa del talento igualmente repartido. Quien quiera rebatirlo debería por tanto explicar en qué se basa para considerar que los hombres son por naturaleza mejores políticos que las mujeres. Los argumentos de tipo psicológico, social o adaptativo están muy a mano aquí: aquellos que rezan que la forma y evolución de nuestras sociedades ha otorgado a los hombres el trabajo de la toma de decisiones en el ámbito público, haciéndonos (según esta lógica) mejores, más especializados en la labor. Habrá quien, incluso, acudirá a la biología para justificar esta posición. Pero el progreso de la humanidad se ha construido a través de una lucha contra un pasado condicionante y un entorno hostil. No tendría mucho sentido que diésemos la lucha en todos los frentes salvo en el que por cientos, miles de años han consolidado una distribución desigual del poder que ha dejado a la mitad de esa misma humanidad fuera del juego de la toma de decisiones.
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