¡Salve, estúpido!
Hagamos una callada ceremonia donde entregamos un simbólico trofeo al estúpido más estúpido


Dicho por Aristófanes: “la juventud pasa, la inmadurez se supera, la ignorancia se cura con educación y la embriaguez con sobriedad, pero la estupidez dura para siempre”. Dedico entonces a la legión de irremediables imbéciles, estulticia empoderada y eternos estúpidos que –quizá sin saberlo—equilibran el secreto orden del Universo. Hablo de la baba de estupidez como nata espesa que transpira en cada poro de su calva recubierta el señor Trump y también el distraído transeúnte que insiste en estorbar el paso de una puerta o el filo de una escalera eléctrica; hablo de la doña que pregunta lo que acaba de declarar un contertulio y el niño que hereda por ósmosis la ira ciega de la intolerancia.
No hay nada que hacer ante el que no entiende que no entiende y vivimos tiempos en que es preciso alargar el silencio paciente de la resignación y exagerar la bondad subrayada por repetir en pasos didácticos la sencilla frase que indica una acción, el acento que todos olvidan en su marasmo ortográfico y el naufragio generalizado del sentido común. ¡Salve!, la multiplicación de mentiras y simulacros por obra y gracia de la estupidez funcional: aquel que anhela un título para decoración de su casa y no por sondear un recoveco ignoto del saber, aquella ingenua belleza que solo sonríe a quien le garantice lujos sin detalles y ese que se cree filólogo en debates de festejos matrimoniales.
Salve, la baba que escurre del ignorante y la mirada perdida en lontananza, sin dioptrías, de la abusadora que sonríe creyendo que el poder solo se mide en dinero o que el saber nada importa y salve, también, el inocente babosillo que no sabe formular una conversación en torno a la idea instantánea o la pregunta sin aviso y salvemos el vado de tanta estulticia energúmena con el límpido afán de premiar de vez en cuando al estúpido especial, el que afecte en mayor medida la tranquilidad de los demás y la paz del prójimo. Hagamos una callada ceremonia donde entregamos un simbólico trofeo al estúpido más estúpido para así, quizá, aliviar el regaño que espetamos a menudo sin piedad a la conocida cara que nos saluda todas las mañanas en el espejo… especialmente, en días en que parece que la propia inteligencia –mitigada—no logra hacer absolutamente nada por el bien común, la paz mundial o el sereno cultivo de un instante de belleza.
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