Además del horror (Ecomoda, Bogotá)
Si no hubiera sido por Fernando Gaitán, que acaba de morir, habríamos sucumbido a nuestro derrotismo
Qué más sucede en Colombia además del horror: de la violencia, de la corrupción, de la segregación, de la purga, de la demencia, de la zozobra que ciertos colombianos llaman “seguridad”. Sucede la vida con sus matices y sus contextos. Sucede la familia, para bien y para mal, que acaba haciendo las labores del Estado. Ocurre una mayoría que se levanta a las cinco de la mañana a trabajar y a reírse y a morirse de vieja. Y, como una señal de sanidad mental con la que nadie cuenta, pasa una multitud de narradores –de historiadores, de periodistas, de novelistas– que han estado salvando esta realidad de su fracaso. Si no hubiera sido por nuestros libretistas de televisión, no podríamos acudir a la misma cultura ni al mismo país. Si no hubiera sido por Fernando Gaitán, que acaba de morir, habríamos sucumbido a nuestro derrotismo.
Si no hubiera sido por esas telenovelas suyas tan colombianas que son universales, si no hubiera sido por Café, Yo soy Betty, la fea y Hasta que la plata nos separe, habríamos olvidado en los peores años de nuestras peores violencias –en los años de los panfletos sanguinarios y las masacres y los secuestros– que tanto los ejecutores del horror como sus financiadores no eran millones sino miles. Se nos habría olvidado que Colombia está llena de personas como sus personajes, de mujeres como sus protagonistas, de madrugadores aferrados a los amores y a los milagros. Habríamos perdido de vista que la vida aquí no es solo una procesión sino un carnaval entre la risa y el coraje. Habríamos claudicado. Y nuestro único lugar común habría sido la violencia.
Muchos de los grandes narradores colombianos de estos años, que han estado entregándole su sistema nervioso a la celebración de la vida como quien nota el horizonte en un camposanto, han dedicado su vida a la televisión: me vienen a la cabeza maestros como Bernardo Romero, Julio Jiménez, Martha Bossio, Juana Uribe, Mónica Agudelo, Mauricio Navas, Mauricio Miranda, Dago García. Hablé con Gaitán un par de veces nomás, pero esos encuentros, sumados a los testimonios de sus amigos y de sus discípulos, fueron suficientes para entender que desde sus días de periodista hasta sus días de productor vivió una pasión inusual –de científico loco– por el arte de narrar. Su muerte repentina, de un infarto, pareciera habernos privado tanto a él como a nosotros de un tercer acto maravilloso, pero él lo sabría mejor.
Él escribió la telenovela más exitosa de la historia, Yo soy Betty, la fea, que llegó a 180 de los 194 países del mundo. Él nos dejó un puñado de arquetipos que siguen retratando a este país en medio de la guerra. Podría uno decir que no inventó personajes, sino que inventó trabajadores: recolectoras de café, secretarias, gerentes, mensajeros, recepcionistas, vendedores, oficinistas parásitos como los que se reían de la dignísima Betty en las oficinas de Ecomoda. Y que el solo gesto de recrear colombianos comunes y corrientes, lejanísimos al mundo melodramático y feudalista y solemne de aquellas telenovelas que alguna vez describieron la sordidez de acá –aquellas telenovelas de secretos detrás de las puertas y acordes ominosos de piano–, fue un alivio y un desagravio para todos los que libran las batallas de cada día.
Gaitán logró desde los noventa que la televisión siguiera uniéndonos e igualándonos como en los ochenta. Y ahora que ha muerto, y los políticos inescrupulosos vuelven a hablar de perseguir a los perseguidos, de armar a los civiles y de montar la misma guerra que Café y Betty encararon en el cambio de siglo, todo parece indicar que tendremos que redoblar su reivindicación de lo humano. A ver si un día la solución de la violencia se vuelve repugnante e impensable.
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