Grandeza parlamentaria en medio del naufragio político del Brexit
Las sesiones de Westminster han demostrado que Reino Unido está perdiendo el pragmatismo, pero mantiene un espíritu democrático admirable
Quienes por deber o placer hayan seguido estos vibrantes días parlamentarios en Westminster habrán probablemente experimentado una doble y contradictoria sensación: incomprensión ante lo que parece el increíble suicidio político de un país tradicionalmente pragmático, y admiración ante la extraordinaria tradición democrática y parlamentaria que se ha puesto en evidencia en el templo democrático londinense.
Siglos de democracia se infiltran invisibles en el espíritu de los políticos generación tras generación y otorgan grandeza a una liturgia cuyos actores no son todos, por naturaleza, titanes. Los medievales, tribales gritos de “aye” o “no” para aprobar o rechazar mociones; la disposición de las bancadas una enfrente de la otra sin rodeos, como naves poniendo proa que desconocen el concepto de titubeo; la vibrante dialéctica en cuerpo a cuerpo; incluso la teatralidad, la gesticulación. Siglos de democracia no pasan en balde.
Quizá el personaje que más ha llamado la atención es el speaker, John Bercow. “Ordeeer”. Sus llamamientos al orden son un espectáculo. Pero no se confundan: esto no es solo pose. Con su mandíbula potente y pelo desaliñado, tienen ahí un ejemplar de político ferozmente independiente. El día del voto sobre el plan de May para el Brexit, el speaker tory dejó fuera del orden del día una enmienda impulsada por diputados del entorno de la primera ministra. Un día antes, al revés, había aceptado una muy discutida enmienda presentada por la oposición. Conviene preguntarse cómo habrían actuado en circunstancias parecidas, de tanta gravedad, los presidentes de otros parlamentos...
Los parlamentos son el espejo fiel de los países. El español, con ese espíritu frentista, por el que la fidelidad al partido está por encima de todo (incluso, parece a veces, encima de las convicciones); el italiano, caótico y verdiano, con grandes oradores y grandes traidores; y ahí está el británico, con ese apego visceral a la libertad.
Claro está, si es así, si el Parlamento es el espejo del espíritu de una nación, la vieja Britannia mantiene su visceral apego a la libertad y el derecho —¡Magna Carta!, ¡Dieu et mon droit!, ¿alguien pone más?— pero ha perdido su histórico sentido del pragmatismo, que es la otra pata con la que esta vieja nación caminó hasta llegar a ser un formidable imperio.
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