Derechos al abismo, sin perder las formas
En la comedia del Brexit, todos ocultan sus cartas
"Uno empieza por permitirse un asesinato y pronto no le da importancia a robar, del robo pasa a la bebida... y se acaba por faltar a la buena educación y por dejar las cosas para el día siguiente". Produce cierto sonrojo, y trae a la memoria la ironía que inmortalizó Thomas de Quincey en su opúsculo Del asesinato considerado como una de las bellas artes, asistir a la farisea indignación con que los euroescépticos recibieron este miércoles las palabras de Philip Hammond. El ministro de Exteriores tuvo la osadía, después de asistir al intento de linchamiento de Theresa May a través de una moción de censura interna en su propio grupo parlamentario, de llamar al grupo promotor del motín… ¡extremistas! La propia May se desmarcó en privado de las palabras de su ministro, nada convenientes en este nuevo intento suyo de recomponer puentes y unir al partido después de salir magullada pero viva del desafío.
En la comedia del Brexit, nada es lo que parece y nadie enseña sus cartas. Pocos parecen preocupados por los destrozos que ha ocasionado esta grave crisis constitucional, cuyas heridas tardarán décadas en sanarse. Como si de un juego se tratara, unos y otros plantean sus estrategias a dos o tres jugadas y sin ir más allá del corto plazo.
Los euroescépticos, en cuyas filas hay al menos tres candidatos que sueñan con sustituir a May, como Boris Johnson, David Davis o Dominic Raab, no conceden la derrota. Suman el número de diputados que votaron en contra de la primera ministra —117—, restan de los que la apoyaron a todos los que ellos consideran “paniaguados” del Gobierno —al menos 130 de los 200, calculan— y reclaman a gritos que May pida ya audiencia a la Reina y presente su dimisión. No pierden la fe en que sea uno de los suyos el que pilote la recta final y lleve al país a una salida de la UE a las bravas, sin concesiones. Libres por fin, y de vuelta al mundo, como rezaba aquella histórica portada del semanario ultraconservador The Spectator, en la que una mariposa con los colores de la Union Jack en sus alas salía de la jaula europea.
Los partidarios de un segundo referéndum jalean al Gobierno para que someta ya a votación el acuerdo del Brexit. Saben que, hoy por hoy, su derrota es segura, y confían en que se desate de ese modo el mecanismo para una nueva consulta. Los laboristas se resisten a presentar su propia moción de censura. Confían en que madure el momento, cuando los conservadores terminen de despellejarse entre ellos, y unas nuevas elecciones generales eviten ese segundo referéndum en el que Jeremy Corbyn nunca ha creído.
¿Y May? Da la impresión de que la primera ministra ha entrado ya en un estado mesiánico y está empeñada en ser ella, y nadie más, la que cruce a los británicos por el mar Rojo del Brexit el próximo 29 de marzo. Con o sin acuerdo.
La primera ministra aprovechará la mínima concesión que pueda obtener de su viaje a Bruselas, aunque solo sean buenas palabras, para iniciar por enésima vez una campaña doméstica que convenza definitivamente a sus conciudadanos y a los diputados más indecisos de que su acuerdo es el mejor, el único posible y el que pone el interés nacional por encima de todo lo demás. No deja de repetirlo, y de nada le sirvió en la primera intentona. Nada hace pensar que esta vez vaya a funcionar.
“Los modales hacen al hombre”, dice el lema del Winchester College, en Oxford, y ha sido durante siglos el lema de la clase alta británica. Los políticos de Reino Unido parecen dispuestos a llevar al país al abismo, pero sin perder la educación.
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