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ANÁLISIS

El síndrome de Jerusalén del conflicto palestino

Un año después del vuelco dado por Trump al reconocer a la Ciudad Santa como capital de Israel, el “acuerdo definitivo” de paz que propugna la Casa Blanca se presenta como una quimera

Juan Carlos Sanz
Un manifestante lanza una piedra en una protesta contra Israel en la franja de Gaza.
Un manifestante lanza una piedra en una protesta contra Israel en la franja de Gaza.MOHAMMED SABER (EFE)

La buena nueva del “acuerdo definitivo” de paz para Oriente Próximo que Donald Trump predicaba durante la campaña electoral se ha convertido una quimera durmiente en los cajones de la Casa Blanca. El presidente de Estados Unidos sí que cumplió lo prometido, hace ahora un año, al reconocer Jerusalén como capital del Estado judío en un vuelco a siete décadas de consenso diplomático sobre el estatuto de la Ciudad Santa. Israel ocupó en 1967 la parte oriental, que incluye los lugares sagrados del recinto amurallado, y la anexionó 13 años más tarde pese a la condena internacional. Se trata precisamente del sector urbano en el que los palestinos aspiran a establecer la capital de su futuro Estado.

La patada al statu quo que había sido respetado por todos los mandatarios norteamericanos tras el nacimiento en 1948 del Estado hebreo ha arruinado el papel mediador de Washington ante los responsables palestinos, que han roto todas las relaciones con la Administración Trump, y ha reavivado el conflicto en la franja de Gaza, hibernado después de la guerra que devastó el enclave mediterráneo hace cuatro años. La coincidencia del Gobierno israelí más conservador en la historia reciente, encabezado por Benjamín Netanyahu, con la presidencia de EE UU más favorable a los intereses de Israel parece haber disipado las esperanzas de una reanudación de las negociaciones de paz entre ambas partes, paralizadas desde abril de 2014.

El “corpum separatum” –así definió la ONU el estatuto internacional de Jerusalén al aprobar la creación de un Estado judío tras la partición de la Palestina histórica bajo mandato británico– es ahora una capital “eterna y unida” para Israel. Los más de 300.000 palestinos que la habitan, una tercera parte de la población, solo cuentan con permiso de residencia en su ciudad natal.

La ruptura con EE UU se ha escenificado en particular en la clausura de la representación de Organización para la Liberación de Palestina en Washington y en la desaparición del Consulado General norteamericano en Jerusalén –considerados ambos embajadas oficiosas– como medida de presión al presidente Mahmud Abbas para que reanude los contactos. La cancelación de la contribución económica estadounidense a la UNRWA, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados palestinos, ha contribuido además a incrementar la tensión entre quienes dependen de la ayuda exterior para subsistir, como el 80% de los residentes en Gaza.

El pasado 14 de mayo, Trump también cumplió su compromiso al trasladar la Embajada estadounidense desde Tel Aviv, donde se asentaban hasta entonces todas las legaciones diplomáticas, a la Ciudad Santa, en una medida que solo fue finalmente secundada por Guatemala. Mientras el descontento palestino emergía con tibieza en Cisjordania y Jerusalén oriental, en la Franja de Gaza –donde dos terceras partes de su población son precisamente refugiados– se ha registrado un estallido protestas en la frontera israelí que alcanzó su pico en esa misma fecha, con la muerte de 62 manifestantes por disparos de las tropas. Más de 230 palestinos han perdido la vida, frente a dos personas en Israel, a lo largo de cerca de nueve meses de conflicto no declarado que ha estado a punto de degenerar en una nueva guerra abierta.

La estrategia del antiguo magnate inmobiliario – ejercer presión sobre quienes se niegan a aceptar sus condiciones en los negocios– está apuntando sin embargo hacia resultados adversos para los intereses israelíes. El aislamiento del presidente Abbas amenaza con deteriorar la coordinación que las fuerzas de seguridad de la Autoridad Palestina mantienen con Israel, clave para prevenir atentados en Cisjordania y Jerusalén Este, donde se asientan más de 600.000 colonos judíos. La movilización popular en la frontera de Gaza, mientras tanto, ha devuelto protagonismo político a Hamás, que controla de facto la Franja costera desde hace 11 años. El movimiento islamista, que hace apenas un año se mostraba dispuesto a devolver el Gobierno del enclave a Abbas, negocia ahora un alto el fuego permanente y la reconstrucción económica del territorio gracias a la mediación de Egipto.

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Sobre la firma

Juan Carlos Sanz
Es el corresponsal para el Magreb. Antes lo fue en Jerusalén durante siete años y, previamente, ejerció como jefe de Internacional. En 20 años como enviado de EL PAÍS ha cubierto conflictos en los Balcanes, Irak y Turquía, entre otros destinos. Es licenciado en Derecho por la Universidad de Zaragoza y máster en Periodismo por la Autónoma de Madrid.

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