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COLUMNA
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Crece el clima de fanatismo religioso en torno al atentado de Bolsonaro

Nunca fui capaz de entender por qué Dios debería salvar milagrosamente la vida de alguien mientras dejaba morir a los otros

Juan Arias

Flavio, el hijo de Bolsonaro, fue el primero en afirmar que Dios “había desviado la faca del atentador” para salvar la vida de su padre. A su vez, el verdugo, Adelio Obispo de Oliveira, confesó a la policía que “fue Dios quien le mandó matar” al político y candidato de ultraderecha a las elecciones presidenciales. Curioso ese Dios que ordenaría la muerte de una persona y a continuación desviaría la mano del agresor para evitarle morir. ¿Alguien me puede explicar quién es ese Dios oscuro que está siendo metido a empujones en las elecciones?

Crece, en efecto, a menos de 15 días de la cita con las urnas, un clima de fanatismo religioso en torno del atentado al capitán retirado Bolsonaro. Según informó el periodista Lauro Jardim en su cuenta de Facebook, existe un consenso entre los pastores de las iglesias evangélicas de que el político se salvó del atentado gracias a “una decisión divina”. Y se empiezan a organizar grupos de oraciones para celebrar el milagro. Está en marcha su canonización en vida.

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Según esa teoría salvacionista, la cuchillada que el atentador infligió al candidato a las presidenciales iba dirigida al corazón de la víctima. Pretendía ser mortal. Alguien, sin embargo, habría empujado el brazo del agresor y el cuchillo acabó clavado en el abdomen de la víctima y no en su corazón. Dios le habría hecho a Bolsonaro el milagro de salvarle la vida.

Hay hasta quien está desempolvando, con este motivo, el atentado que sufrió en Roma el papa católico Juan Pablo II el 13 de mayo de 1981, durante una audiencia pública en la plaza de San Pedro, a manos del joven turco Alí Agca, que había militado en grupos de la extrema derecha y de la extrema izquierda. Han querido comparar aquel atentado que sacudió al mundo con el sufrido por el político brasileño de ultraderecha.

Es cierto que también en aquel momento muchos católicos consideraron como un milagro de Dios el que el papa polaco se salvara de aquel atentado, como hoy tantos evangélicos brasileños ven otro milagro lo ocurrido a Bolsonaro. Cuando sucedió el atentado al papa polaco se dijo que Dios había “desviado los tiros de la pistola” del perpetrador para salvarle la vida, como hoy habría desviado la faca contra Bolsonaro. También entonces se divulgó que una persona que estaba al lado del atentador, al parecer una monja, había movido el brazo de Alí Agca en el momento en que disparaba contra el papa. Así, los tiros, en vez de alcanzar su corazón, acabaron hiriendo sólo su vientre. Fue operado de urgencia y se salvó. Acabó canonizado.

Me pregunté, sin embargo, en aquel momento en que tuve que informar sobre el atentado a este periódico como corresponsal en Roma, como me lo pregunto hoy en el caso de Bolsonaro, qué Dios es ese que escoge a quién salvarle la vida y a quien arrancársela. Como ya había escrito en mi libro El Dios en quien no creo (Cittadella Editrice, 1978), nunca fui capaz de entender por qué Dios debería salvar milagrosamente la vida de alguien mientras dejaba morir a los otros. Que libra de los tiros a un papa o de un navajazo a un político importante, mientras deja morir a niños de cáncer o de hambre, o parece incapaz de desviar las balas perdidas que, en Brasil, acaban cada día con la vida de tantos inocentes. ¿Qué Dios injusto sería ese?

A veces, los agnósticos y ateos nos reprochan a los creyentes el usar a Dios como instrumento de nuestros intereses personales. No les falta razón. Todos somos iguales ante Dios, que no interviene en nuestro cotidiano. Somos sólo nosotros los dueños absolutos de nuestro destino. Dios no acude a las urnas a votar, ni hace campaña por nadie. Habita en otros rincones del alma, desde donde habla, con su silencio, a los limpios de corazón.

Entre los diez mandamientos de las tablas de la Ley que Dios entregó a Moisés, el tercero dice: “No invocarás el nombre de Dios en vano”. Y se le invoca en vano cuando hacemos de él un instrumento de cálculos políticos empobreciéndolo y convirtiéndolo en el comodín de una baraja. La historia está llena de páginas sangrientas y de injusticias perpetradas en nombre de Dios. No es él, sin embargo, quien crea el dolor del mundo, ni tampoco el señor absoluto de nuestras vidas. Él no desvía ni los cuchillos ni las balas de los agresores porque respeta nuestra libertad. Somos nosotros los responsables únicos de nuestros actos, no Dios.

Es significativo que a los más pobres no les llegan nunca los milagros que Dios le hace a las personas importantes. A esos pobres nadie se preocupa de desviarles los cuchillos ni las balas perdidas. Por ese Dios ellos no deberían votar. No es su Dios. Los evangélicos fieles a las enseñanzas de Jesús tienen enfrente hoy problemas mucho más graves en este país que parece crucificado por la intransigencia, la intolerancia y el desprecio de los más vulnerables, que el estar discutiendo sobre el Dios que salvó a Bolsonaro. Están corriendo tras los fantasmas de un espejismo que puede acabar cegándonos a todos.

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