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Columna
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¿Hay espacio para recuperar los diálogos entre Duque y el ELN?

Parece razonable asumir que los votantes del presidente aspiran a demandar condiciones más duras

Jorge Galindo
Algunos miembros del Ejército de Liberación Nacional de Colombia.
Algunos miembros del Ejército de Liberación Nacional de Colombia. EFE

Las relaciones del Gobierno de Iván Duque con el Ejército de Liberación Nacional (ELN), la guerrilla activa más grande que queda en Colombia y en buena parte de la región, están en un momento particularmente delicado ante el vencimiento del plazo que el presidente dio a esa organización para la liberación (no cumplida) de todas aquellas personas que mantiene secuestradas. Las últimas declaraciones gubernamentales y varias acciones del frente guerrillero apuntan a que no existe mucha confianza entre ambas partes. El (osado) ofrecimiento del presidente español Pedro Sánchez de mediar para reconstruir las relaciones no parece demasiado cargado de significado para nadie en el país andino. Probablemente porque todos son conscientes de que hay algo más que desconfianza.

Que la confianza es algo fundamental para cualquier tipo de negociación es algo que va de suyo. Pero, aun siendo una condición necesaria, no es suficiente. La confianza es, más bien, la pared del edificio que debe construirse sobre unos sólidos cimientos: los incentivos de cada lado para sentarse frente al otro de manera sincera. La pregunta es, por tanto, si existen dichos incentivos en este caso.

En su Cambiar el futuro, Eduardo Pizarro repasa de manera detallada las negociaciones de paz más significativas emprendidas por el Gobierno colombiano en las últimas décadas. Al preguntarse cómo discernir entre aquellas que iban bien encaminadas y las que no, Pizarro se refiere a una teoría de William Zartman que bautiza como impasse mutuamente doloroso. En tal situación, ninguno de los actores en conflicto tiene incentivos para otra cosa que no sea sentarse a negociar porque ambos reconocen que seguir adelante con el conflicto armado no reportará beneficios, mucho menos una victoria completa, a ninguna de las partes.

Esa es la columna central: que ambos piensen que les va mejor sentados en la mesa que en pie y en las trincheras. Pero claro, ningún actor político se comporta de manera perfectamente racional, acudiendo a un simple cálculo de costo-beneficio. Menos aún uno formado por diversas corrientes e individuos, como es el caso de un gobierno que necesitó de dos vueltas para vencer, o de una guerrilla nutrida con años de historia a sus espaldas. Toda organización compleja, y también estas dos, están sometidas a dos elementos que canalizan sus juicios: la información fragmentada y la falta de cohesión en los actores.

La idea del impasse mutuamente doloroso como propulsor de negociaciones sinceras implica que todos los que forman parte de cada frente son conscientes de y están de acuerdo en que no hay nada más que se pueda hacer. Pero si, por ejemplo, hay una parte de los aliados (o de los votantes) de Duque que no lo consideran así, el presidente se arriesga a recibir críticas y ataques desde dentro.

Según la última encuesta Gallup, el 69% de los colombianos está de acuerdo con que se llegue a una solución dialogada con el ELN. Sin embargo, esa misma cantidad de individuos le dijo a la encuestadora Yanhaas hace poco más de un año que desaprobaba la marcha de las conversaciones entre guerrilla y gobierno. Antes que ver en este contraste de datos un vuelco de la opinión pública de un año para acá o una diferencia en la muestra de ambas encuestadoras, resulta instructivo fijarse en cómo se formuló cada una de las preguntas. Mientras la que despertó más favorabilidad preguntaba de manera genérica por la preferencia de una solución dialogada, la que generó más rechazo se refería a los contactos específicos que estaban teniendo lugar. El espacio entre ambos está marcado por las condiciones concretas que una mayoría de colombianos está dispuesto a aceptar. Parece claro que algunas son, pero que no son las de las conversaciones que comenzaron bajo el gobierno Santos.

Parece razonable asumir que los votantes de Duque aspiran a demandar condiciones más duras. Quizás lo hacen porque tienen una preferencia más marcada por la imposición de castigos a quienes se han enfrentado al Estado. O tal vez estiman una probabilidad más alta de triunfo por la vía militar, y por tanto el impasse mutuamente doloroso le queda más lejos. Probablemente sea una mezcla de ambas.

El otro lado es necesariamente menos transparente al tratarse de un grupo que se mueve fuera de los límites legales y estatales. Pero no resulta descabellado imaginar una situación de división interna en la que una parte de los miembros del ELN tienen en mayor consideración las probabilidades de mantenerse en la situación actual sin perder más (material o ideológicamente) de lo que perderían de sentarse en la mesa con una voluntad clara de dejar las armas.

Es probable que la ausencia de confianza que observamos se construya, efectivamente, sobre estas limitaciones de base. De ser así, las condiciones para unos diálogos sinceros sencillamente no estarían ahí, a menos que los líderes de ambos lados tuviesen clara su intención de negociar de manera sincera para convencer a los más escépticos de su lado en el proceso. Pero tanto el resultado del plebiscito de 2016 como los movimientos hacia la oscuridad de algunos individuos pertenecientes a las filas de las FARC a día de hoy demuestran que la decisión de seguir adelante no siempre evita la ruptura en el bando propio, sino que, sencillamente, la retrasa.

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Sobre la firma

Jorge Galindo
Es analista colaborador en EL PAÍS, doctor en sociología por la Universidad de Ginebra con un doble master en Políticas Públicas por la Central European University y la Erasmus University de Rotterdam. Es coautor de los libros ‘El muro invisible’ (2017) y ‘La urna rota’ (2014), y forma parte de EsadeEcPol (Esade Center for Economic Policy).

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