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Tribuna
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El estómago de Colombia (Línea Negra, Sierra Nevada)

Se va el presidente Santos, entra el presidente Duque, pero todo da igual porque se queda el expresidente Uribe

Ricardo Silva Romero

Se va el presidente Santos, entra el presidente Duque, pero todo da igual porque se queda el expresidente Uribe revolviéndole el estómago a Colombia. Santos, que en general honró la Constitución progresista de 1991, deja un país en el que ningún ejército de las drogas podrá escudarse en ideologías. Duque, que desde que fue elegido se ha negado a dirigirse solo a sus colombianos, recibe un Estado que no ha sido capaz de librarse de la cultura de la violencia, ni ha podido plegarse a una misma justicia, ni ha tenido la soberanía para desautorizar a los matones, ni ha conseguido llegar a los 1.122 municipios del mapa. Pero, por la histeria que ha desatado el caso de Uribe ante la Corte Suprema, tanto el pacífico empalme entre los dos gobiernos como los buenos signos de la nueva administración se han visto ensombrecidos.

El pasado viernes 27 de julio de este año, Santos visitó la Sierra Nevada de Santa Marta para devolverles a los líderes arhuacos, koguis y wiwas el bastón de mando que ellos le entregaron en el principio de su gobierno, pero, luego de una ceremonia espiritual a puerta cerrada, se llevó “la grata sorpresa” de que los indígenas querían entregárselo de manera definitiva. Quizás la noticia de aquel día era la decisión de Santos de ampliar de 54 a 348 los espacios sagrados –o sea los lugares protegidos de la barbarie blanca– de la llamada “Línea Negra” de la Sierra. Y, no obstante, como el uribismo ha sido elegido en las urnas una y otra vez desde que empezó este siglo y la sociedad se ha urdido alrededor de esa verdad, la noticia aún era Uribe, aún es: su idea de renunciar al Senado para asumir su defensa y encarar su indagatoria ante la Corte.

Ese mismo viernes el uribista Duque continuó eligiendo su gabinete serio, pero no exento de absurdos, e insistió en su periplo tranquilizador por las instituciones que han estado definiendo a Colombia. Desde que fue elegido, luego de una campaña a la que sobrevivimos todos de milagro, ha visitado las cortes, la comisión de la verdad, la JEP, el Banco de la República, la Gobernación de Antioquía, la Alcaldía de Bogotá, la federación de municipios, los gremios, los organismos de control. Y, sin embargo, en el debate público no está imperando el tono de demócrata de Duque, sino el tono belicoso de ciertos representantes de su partido. Porque la agenda es Uribe. Que insiste en que es víctima de un complot político oficiado por la Corte, en que él no presionó jamás –para que cambiara su testimonio– al testigo que lo relaciona con el paramilitarismo.

Sería lo normal que la situación judicial de cualquier líder, aun uno tan poderoso como el expresidente, no pusiera en riesgo el funcionamiento de un país. ¿Pero será capaz esta sociedad tan compleja de resignarse a que ningún ciudadano esté por encima ni por debajo de la ley, a que sean las pruebas las que articulen la justicia y a que dejen de tramitarse las absoluciones y las condenas en las redes sociales? ¿Será capaz esta sociedad tan espinosa de aceptar una sentencia que no le dé la gana? ¿Podrá la gente de aquí, que tiende a creer en los tribunales cuando someten a sus enemigos, negarse a convertir a los electores en los jueces, resistirse a otra batalla campal entre barras bravas que arruine otro gobierno, rehusarse a que las páginas judiciales sean las páginas políticas?: ¿podremos ponernos de acuerdo en no cruzar esas “líneas negras”?

Si la respuesta es no, seis veces no, pase lo que pase con el caso del expresidente, será claro que seguimos cayendo en la trampa de los comerciantes de la política.

Pero quién dice que aquí, que a veces nos va bien, no somos buenos para sobreaguar. Yo no pondría las manos en el fuego por nuestro fracaso.

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