López Obrador y el reflujo de la ‘marea rosa’
El presidente electo de México se encuentra mucho más cerca de la izquierda del Cono Sur que de los regímenes bolivarianos del Caribe
El triunfo de Andrés Manuel López Obrador y su Movimiento de Regeneración Nacional (Morena), en México, se enmarca en la reconfiguración que vive la izquierda latinoamericana, tras la derrota electoral del kirchnerismo en Argentina, la destitución de Dilma Rousseff en Brasil y la aguda crisis interna de los regímenes bolivarianos. La conexión entre México y la izquierda regional tiene profundas raíces históricas. Ese gran país fronterizo produjo la primera Revolución del siglo XX y se adelantó, por dos décadas, a demandas fundamentales de populismos clásicos como el varguismo, el peronismo o el aprismo y a los movimientos nacionalistas revolucionarios del Caribe.
Cuando en América Latina proliferaban las dictaduras militares de la Guerra Fría, en México se consolidó un sistema político de muy distinto corte: partido hegemónico, presidencialismo sin barreras, no reelección y sucesiones pacíficas de poderes cada seis años. La transición democrática fue más lenta y prolongada allí que en el resto de América Latina. Apenas entre 1997 y 2000 logró completarse aquel largo proceso con un Gobierno sin mayoría legislativa y la llegada del primer candidato opositor a la presidencia.
La izquierda mexicana estuvo a punto de conquistar el poder en 2006, justo el momento en que arribaban a la presidencia Evo Morales en Bolivia y Rafael Correa en Ecuador, quienes conformaron, con Hugo Chávez en Venezuela, el polo bolivariano de la llamada marea rosa. Durante aquella campaña de 2006, López Obrador se defendía de sus adversarios, que lo acusaban de impulsar un populismo autoritario, afirmando que su modelo era Lula, no Chávez. De haberlo logrado, es muy probable que la política exterior de López Obrador buscara interlocución con la izquierda moderada del Cono Sur (Michelle Bachelet, Tabaré Vázquez, el propio Lula), antes que con la Alianza Bolivariana.
Poco antes de la última campaña, López Obrador viajó a Sudamérica y se reunió con el presidente Lenín Moreno en Quito, enfrascado en un proceso de diferenciación de su predecesor, Rafael Correa. También visitó a Michelle Bachelet en el Palacio de la Moneda, el 2 de agosto de 2017, pocos días antes de que el canciller chileno, Heraldo Muñoz Valenzuela, viajara a Perú para la creación del Grupo de Lima, la instancia multilateral que ha sostenido que la instalación de una Asamblea Nacional Constituyente en Venezuela, que usurpa las funciones parlamentarias del poder legislativo legítimo, y las elecciones del pasado 20 de mayo, por las que se reeligió Nicolás Maduro, son inconstitucionales.
Durante toda la campaña, López Obrador evitó cualquier alusión a Venezuela, Cuba, el “socialismo del siglo XXI” o los gobiernos de la Alianza Bolivariana. Es más, el candidato de la izquierda nunca confrontó la política exterior del presidente Enrique Peña Nieto, en su posicionamiento frente a los gobiernos de Nicolás Maduro en Venezuela y Daniel Ortega en Nicaragua. Luis Videgaray, el canciller del PRI, como es sabido, ha sido uno de los principales impulsores de la presión diplomática sobre el régimen de Maduro tanto en el Grupo de Lima como en la OEA, pero la candidatura de López Obrador no objetó esas gestiones diplomáticas.
Como se constata en el libro 2018. La salida (2017) o en el discurso de cierre de campaña en un abarrotado estadio Azteca, las relaciones internacionales son la zona más opaca del programa de López Obrador. Más allá de reiterar principios tradicionales de la política exterior mexicana como el respeto a la soberanía nacional y la autodeterminación de los pueblos o repetir, una y otra vez, la máxima inquietante de que “la mejor política exterior es la interna”, el candidato de la izquierda sólo parece esbozar una estrategia diplomática hacia Estados Unidos, que llama “nueva Alianza para el Progreso”, y que consistiría en otra versión del Tratado de Libre Comercio (TLCAN), ampliado hacia Centroamérica.
Aunque Andrés Manuel López Obrador es un hijo del nacionalismo revolucionario del siglo XX, que considera hitos o epopeyas la expropiación petrolera de Lázaro Cárdenas en 1938 o la nacionalización de la industria eléctrica en 1960 o la de la banca en 1982, su discurso no es antimperialista. Sus alusiones a Donald Trump han sido sumamente cuidadosas y han enviado mensajes persuasivos a la Casa Blanca con el propósito de relanzar el vínculo bilateral sobre la base de una renegociación del Nafta. A diferencia de los candidatos del PRI o el PAN, que insistieron en la defensa de aquel acuerdo, impulsado por Carlos Salinas de Gortari en 1992, López Obrador entró en sintonía con Trump al abrir la posibilidad de otra renegociación del tratado.
Por su defensa del libre comercio y su visión de las buenas relaciones con Estados Unidos como prioridad de la política exterior de México, López Obrador estaría mucho más cerca de la izquierda moderada del Cono Sur que de la izquierda bolivariana del Caribe. Sin embargo, es de esperar, bajo su presidencia, un retraimiento de México en la persuasión diplomática a favor de una apertura en Venezuela y Nicaragua. No tanto por la ideología del propio líder o de la variopinta cúpula de Morena sino por la compulsión de sus bases más autoritarias, acríticamente leales a los Gobiernos de Nicolás Maduro y Daniel Ortega y nostálgicas del socialismo real cubano.
A pesar de la distensión con esos regímenes, que pueda lograr el nuevo Gobierno mexicano, la llegada de López Obrador al poder será favorable a la consolidación de la izquierda democrática en la región. El programa del líder de Morena tiene que ver más con proyectos post-chavistas como los de Alejandro Guillier en Chile o Gustavo Petro en Colombia, también centrados en el combate a la corrupción, que con Nicolás Maduro en Venezuela o Evo Morales en Bolivia. Una y otra izquierda latinoamericana darán respaldo al nuevo Gobierno, como adelantan los endoses de la víspera de Cristina Fernández y Rafael Correa. Pero la condición geopolítica de México obliga a la preservación del marco interamericano, que tanto molesta al bloque bolivariano. López Obrador, si se lo propone, puede jugar un rol de equilibrio regional, como el que jugó Lula en su momento, favoreciendo el rearme de los foros de integración latinoamericana, que hoy se encuentran más fracturados que nunca.
Rafael Rojas es historiador, profesor del CIDE en Ciudad de México. Su último libro es ‘La polis literaria’ (Taurus, 2018).
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