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Elecciones México 2018
Tribuna
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Apuntes para la reconciliación nacional

La sociedad mexicana se edificó sobre conceptos de clase constituidos a través de redes clientelares del derecho

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"Si hay alguien que no puede ejercer sus derechos a plenitud, lo que yo tengo no son derechos... son privilegios." dice José Merino en el documental del Día Después de Diego Luna. El México contemporáneo ha sido construido sobre esta asimetría social; el régimen priista edificó un país donde los derechos se constituyeron como moneda de cambio. La exclusividad en la ostentación de un derecho fue regateada a cambio de lealtad, complicidad y obediencia. En ese contexto el derecho se convirtió en privilegio, y el privilegio, al ser excepcional, en un coto de poder.

La historia de la desigualdad no se puede contar sin su arquitectura social. La sociedad mexicana se edificó sobre conceptos de clase constituidos a través de redes clientelares del derecho. La democracia fue instaurada solo para aquellos dispuestos a orbitar al poder político y esta desigualdad fue traducida al discurso. El aparato comunicativo del establishment se dedicó a promover la cultura de la excepcionalidad. Fue así que edificó una desigualdad narrativa del espacio; constituyó cotos y territorios del privilegio y fomentó traficar y amedrentar con ellos. La prepotencia se presupone como el colmo de la desigualdad: la exigencia al otro de no solo tener que lidiar y tolerar los privilegios de los que ha sido privado sino de aprender a venerarlos.

Esa configuración del poder se ha mantenido intacta hasta el día de hoy. Ni la alternancia política ni la restauración del régimen tuvieron interés en alterar el balance del poder. Desde su punto de vista, hacerlo era innecesario y sobre todo contraproducente. El derecho a la justicia, al acceso a la salud, de la misma forma que el derecho a competir en igualdad de condiciones es barajado como un privilegio. Esto agudiza las diferencias económicas. En los últimos 12 años, bajo presidencias del PRI y del PAN, los niveles de pobreza han aumentado y el coeficiente Gini que marca la desigualdad pasó de 0,46 en 2006 a 0,472 en 2017. Al problema de la repartición de riqueza le antecede uno de repartición de derechos.

Los Gobiernos del PRI y el PAN tuvieron oportunidades para transformar el país pero decidieron replicar las formas y estructuras de la desigualdad. En las elecciones de este año, han pagado caro su desdén. Su incapacidad de conectar con el gran electorado se debe a una miopía social imperdonable. Lo más indignante para la sociedad mexicana no es el robo de recursos en sí mismo, sino la noción de que, pase lo que pase, en México siempre ganan los mismos y pierden casi todos. La derrota del régimen lleva ese sello; como si el electorado quisiera hacer ganar a los que nunca se les permitió ganar como una proyección de lo que ellos mismos han sido impedidos.

El sexenio de EPN exasperó esta frustración; entre Ayotzinapa y la Casa Blanca transcurrieron solo unos meses y la narrativa del sexenio quedó inscrita en el inconsciente colectivo: el mexicano común condenado a una fosa mientras que la elite del poder era premiada con mansiones. En el fondo, la contienda electoral de este año no se trató de corrupción o violencia sino de acabar con el tráfico de privilegios que permiten que un pequeño grupo de mexicanos sean los únicos que no son afectados por esa corrupción y violencia.

Los candidatos del régimen hicieron caso omiso a esta inquietud; se presentaron coludidos con los mismos de siempre. Anaya rodeado del fracaso de la alternancia y Meade rodeado de lo más rapaz de la restauración. Anaya presentó un programa que buscó encarar los grandes problemas de corrupción desde la política pública; académicamente su planteamiento fue adecuado pero demostró una fuerte ignorancia del sentir público. Sus propuestas fueron contrarrestadas por su incapacidad de deshacerse del universo simbólico de la desigualdad; Anaya habló de cambio, pero no pudo cambiarse a sí mismo.

Su personaje fue construido a partir de las referencias al privilegio; idiomas, casas en el extranjero, acceso a tecnología de punta y un entourage político monopolizado por el hombre blanco en camioneta blindada; parecía incapaz de entender que el país no era la sala de su casa. Meade se presentó como un Frankenstein construido con las piezas más repudiadas del régimen: el tecnócrata obediente, el niño bien de toda la vida, el ciudadano que se convirtió en priísta, el fiel servidor del sistema. El mensaje pudo caer bien en algunos segmentos de las clases media-altas, pero fue anticlimático para un país que reclama acabar con el mundo que él representa. La candidatura de Meade demostró que el régimen no entendió las razones de su debacle; la ventana por la que observaban a México siempre fue un espejo.

En ese contexto sólo podía ganar un representante de la periferia. Andrés Manuel López Obrador entendió mejor que nadie el hartazgo público. Su campaña no se construyó en base a propuestas sino a una narrativa de luchas históricas. Entendió el sentido épico de la elección, no se trataba de cambiar al presidente sino de cambiar la historia misma. Su triunfo fue merecido y necesario, pero por el momento únicamente garantiza una transformación en la narrativa y sus símbolos, para lograr un cambio en el país requerirá de políticas audaces pero bien planteadas. El primer reto de AMLO es enorme, su gestión tendrá que advocar por una reconciliación nacional. Esa reconciliación no puede ser simplemente retórica, tiene que estar fundamentada en la construcción de un piso común para todos los mexicanos. Acabar con el sistema de privilegios y construir un sistema con base a los derechos y las libertades.

La oposición también tiene un rol fundamental que jugar, pero para ello primero tienen que ser meticulosos en su autocrítica. El triunfo contundente de AMLO fue en gran medida su hechura. Su voracidad, corrupción e incompetencia construyó el escenario perfecto para este triunfo; si no examinan el trasfondo de su derrota perderán una oportunidad histórica para reinventarse. Hay otro elemento que a menudo se obvia: en la democracia no hay vencedores ni perdedores absolutos, y mucho de lo que han prometido en campaña lo pueden cumplir aún desde la oposición. Quedará por verse si su afán era solo el poder, o si había convicción detrás de sus programas.

Por último, está el papel más importante de todos, el de la sociedad. El primer reto que tiene es el de su propia transición de electores a ciudadanos. La sociedad mexicana tiene que asimilar dos aprendizajes históricos: entender que ningún político puede transformar al país por sí solo y no volver a cometer el error de permitirles intentarlo. La falta de contrapesos sociales al poder político nos ha salido muy caro este sexenio. México necesita una reconciliación consigo mismo pero esa reconciliación presupone igualdad de condiciones para los mexicanos y la construcción de una ciudadanía robusta, diversa y libre. A partir de hoy las banderas deben ser guardadas, el rol de los ciudadanos es asegurarnos de que México pase de ser una sociedad de privilegios a una de derechos.

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