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¿Se ha vuelto Italia xenófoba?

El discurso del odio cala, incluso entre los propios inmigrantes ya acomodados y los jóvenes

Daniel Verdú
Protesta en Nápoles, el 4 de junio, por el asesinato del maliense Soumaila Sacko.
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Italia siempre miró hacia fuera cuando las cosas se pusieron feas. Los antepasados del ministro del Interior, por ejemplo, decidieron buscarse la vida en el otro lado del mundo. Centenares de Salvini, contaba Mattia Feltri en La Stampa esta semana, han paseado por el planeta sin conocer fronteras desde finales del siglo XIX. La primera fue una mujer y desembarcó de la nave Europa en el puerto de Ellis Island de Nueva York en 1873. Se llamaba Tomassa. La siguieron otros 254 con el mismo apellido, que escaparon de su país con una mano delante y otra detrás y echaron raíces en toda América. La diáspora de los Salvini, cuyo representante más famoso ha decidido ahora cerrar los puertos a la inmigración y crear un censo étnico para expulsar a los gitanos de Italia, aumentó exponencialmente y hoy hay repartidos por el mundo hasta 2.808 que portan ese apellido.

Los datos continúan apuntalando una identidad que va más allá de los antepasados del ministro del Interior y permite desafiar algunos estereotipos. Entre 125.000 y 300.000 italianos —según la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE)— salen cada año de su país para buscar trabajo. Ese éxodo y la brutal caída demográfica en Italia obligan a pensar seriamente en la inmigración si el país quiere seguir pagando pensiones en el futuro. Pero el discurso del odio cala. Incluso entre los propios inmigrantes ya acomodados y entre los más jóvenes. Se han cuadruplicado los casos de violencia racista y Amnistía Internacional ha alertado este año del crecimiento de la xenofobia. Hay más, el Pew Research Center coloca al país entre los más racistas de Europa y una encuesta de la empresa SWG (15 de noviembre de 2017) señaló que el 55% de los italianos lo justifica en determinadas situaciones.

Salvini, con un ojo en Twitter y el otro en los sondeos, ha tomado buena nota. Sus propuestas, como el censo étnico para gitanos que permitiría la expulsión de los irregulares, son pura propaganda —a menudo irrealizable— sobre la que edifica una campaña electoral infinita que ha devorado ya al Movimiento 5 Estrellas, su socio en el Gobierno. El líder de la Liga se presentó al acuerdo de gobierno con el 17,2% de los votos, pero las encuestas le dan ya el 29%. Junto a él, han crecido otros partidos de ultraderecha como Forza Nuova o CasaPound, abiertamente xenófobos, y la ciudadanía ha empezado a aceptar con normalidad disparates como que se conceda el nombre de un fascista como Giorgio Almirante, fundador del Movimiento Social Italiano, a una calle de Roma (con el apoyo de la alcaldesa, Virginia Raggi). No todo el mundo asiente. Algunas personas escuchan estos días los ecos del pasado.

La Liga, según los sondeos realizados tras la crisis del Aquarius, ha alcanzado su récord de estimación de voto

Cuando se cumplen 80 años de las leyes raciales que promulgó Benito Mussolini, la presidenta de la Unión de Comunidades Judías de Italia, Noemi Di Segni, cree que el racismo no corresponde al alma de los italianos. “Pero hay un vacío de horizontes, de valores. El consenso crece agarrándose a la esperanza de un líder fuerte, decidido, puntual. Piensan que desmantelar lo que había antes es una forma de dar mayores respuestas a los problemas. La gente busca una identidad, no soluciones técnicas. Y eso nos tiene que preocupar. No es que compartan esas consignas racistas, pero no se dan cuenta de que nos llevarán en esa dirección si se legitima esa línea política”. Pero Salvini, apoyado en su socio de gobierno, tiene la mayoría absoluta en el Parlamento. “Eso no es suficiente. No podemos dejar de preocuparnos de que haya gente con esas posiciones ideológicas en puestos de responsabilidad. A través de esa mayoría se legitima el odio”.

La mayoría estaba cansada. Harta de la corrupción, del estancamiento económico de los últimos 20 años que ha convertido a Italia en el país que menos crece de la UE. También de una clase dirigente devaluada incapaz de dar respuesta a la brecha socioeconómica más salvaje entre norte y sur que existe en Europa (un calabrés vive tres años menos que un lombardo). Y en medio de ese clima, llegaron a las costas italianas unos 630.000 migrantes en los últimos cuatro años. La primera reacción fue de acogida y lugares como Lampedusa se convirtieron en símbolos de la buena onda italiana. Luego, la Unión Europea miró hacia otro lado y un nuevo populismo político dispuesto a rentabilizarlo todo cambió la hoja de ruta. “Primero los italianos”, lanzó Salvini. Y el trumpismo de importación hizo su efecto. La Liga, según los sondeos realizados después de la crisis del Aquarius y de las declaraciones racistas de su líder, ha alcanzado su récord histórico de estimación de voto y ya supera al Movimiento 5 Estrellas.

La realidad estadística de la ola xenófoba que cabalga Salvini, sin embargo, señala hoy una tendencia opuesta. El ministro del Interior repite que Italia vive una invasión. Pero los desembarcos —unos 630.000 en los últimos cuatro años— han disminuido en 2018 un 70% (16.040 hasta junio). El plan de su predecesor, Marco Minniti, que consistió en conceder más recursos económicos y logísticos a Libia para frenar las salidas, rebajó los flujos y el propio Salvini siempre admitió la efectividad de aquella estrategia. Pero el nuevo vicepresidente, experto en hablar al estómago de sus votantes, ha preferido no adaptar esta vez su discurso a la realidad y seguir alimentando un monstruo que terminará convirtiéndole en primer ministro. Está convencido de ello.

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Sobre la firma

Daniel Verdú
Nació en Barcelona pero aprendió el oficio en la sección de Madrid de EL PAÍS. Pasó por Cultura y Reportajes, cubrió atentados islamistas en Francia y la catástrofe de Fukushima. Fue corresponsal siete años en Italia y el Vaticano, donde vio caer cinco gobiernos y convivir a dos papas. Corresponsal en París. Los martes firma una columna en Deportes

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