Colombia: populismos enfrentados y el dilema de los centristas
La acusación de relativista siempre penderá sobre la cabeza de uno. Y a los extremos les resulta útil
Gustavo Petro es populista. No lo digo yo, sino muchos de sus defensores. Lo es según la perspectiva de teóricos del populismo latinoamericano, como Chantal Mouffe: se trata de un punto de vista que entiende la acción populista como un intento de ampliación de la democracia. Frente a una visión que se entiende como reduccionista, limitada e incluso elitista de la democracia, ceñida a pasar por las urnas cada cuatro años y escoger entre un menú de opciones que oculta su homogeneidad en la apariencia de variedad, el populismo estaría devolviendo la capacidad de elección al pueblo a través de la ampliación del perímetro ideológico. Para los proponentes de este punto de vista, Iván Duque representa el anti-populismo. Nadie como él, salvo el propio expresidente Álvaro Uribe, encarna la restricción democrática hegemónica que tanto temen. Nadie como ambos define la élite (política, económica) colombiana y su capacidad de controlar el poder por encima de los procesos formalmente establecidos.
El uribismo es populismo. Esto tampoco lo digo yo, sino muchos de sus detractores. Cambiamos aquí de prisma: para otros teóricos políticos, el corazón del populismo es el anti-pluralismo. ¿Cómo puede ser, si el objetivo de los populistas es incluir en el proceso de toma de decisión a quien está fuera del mismo? La respuesta, según este otro punto de vista, reside en el mecanismo empleado para la inclusión: la definición de un “pueblo” (virtuoso) donde cabemos todos contra una “casta”, “mafia del poder”, “élite” (corrupta) en definitiva que es quien mantiene la exclusión. Claro, como nadie tiene un 90% del voto, necesitan también atribuirle a esa élite la capacidad de mantener una ilusión alternativa, una hegemonía que les permite absorber los apoyos de quienes no han “despertado” a la realidad. El trabajo del despertar, claro, corre de la mano de los nuevos llegados. En definitiva: al erigirse en los representantes únicos de una voluntad compartida, la estrategia populista elimina el pluralismo, no lo favorece: el coste de meter personas en el sistema sería, paradójicamente, reducir las ideas y los matices. Algo que, para quienes defienden este punto de vista, se adapta tan bien al uribismo como a su antítesis.
No es casual que quienes atribuyen el concepto “populista” tanto a Uribe como a Petro tiendan a ubicarse en una posición más moderada: están preocupados por los matices, por el mantenimiento de un mercado abierto de opiniones. Se autodenominan a sí mismos centristas, pluralistas. Y, sin duda alguna, una mayoría de ellos se identificará como votantes de Sergio Fajardo.
Lo que pasa es que los mercados de opiniones raramente son horizontales. Los extremos identifican esto muy claramente por su propia naturaleza periférica. Así, desde un lado se les acusa de ignorar o infra-representar las ideas y los intereses que corresponderían a los estratos bajos, a los segmentos rurales, a los excluidos en definitiva. Volvemos al corazón de la visión positiva del populismo: su aspiración inclusiva. Por el otro lado, la acusación se centra en el supuesto intento liberal de implantar una falsa impresión de que las ideas que favorecen una sociedad abierta ya son consenso indiscutible. Ambos extremos coinciden en acusar a los centristas de habitantes de una burbuja. Ambos coinciden también en señalarles el peligro inherente a su tibieza: que el verdadero enemigo, que es quien está al otro lado, acabe ganando gracias a su neutralidad.
La preocupación de los centristas
Se trata de una acusación terrorífica, pues el centrista está genuinamente preocupado por el destino de su país y del mundo. Tanto como el resto. Este terror y esta culpa podrían llevarle fácilmente a atender peticiones de uno u otro lado, favoreciendo la disolución de su posición en el esquema de extremos populistas. Es verdad que un sistema de elección a dos vueltas vuelve todo esto mucho más gráfico, como sucede ahora en Colombia. Pero cualquier mecanismo que implique la consecución de una mayoría absoluta para la toma de decisiones produce a la larga un efecto similar. No en vano algunos partidos moderados (socialdemócratas, liberales, socio-liberales) europeos se han visto abocados a decisiones parecidas en los últimos años.
Pero el centrista puede encontrar refugio en su preocupación, ampliándola y reconociendo las limitaciones de su propia postura. Porque es innegable que amplios segmentos de la población están desprovistos de poder en el país, encontrándose casi completamente fuera del sistema. También es cierto, y se volvió evidente en el plebiscito de 2016, que amplios sectores de opinión estaban siendo silenciados o ignorados por una hegemonía que se demostró mucho más débil de lo que se pensaba a sí misma la noche del 2 de octubre. Por último, si considera real la tensión entre inclusión de personas e ideas a través de mecanismos populista, y su potencial disolución en discursos homogéneos que buscan sólo la victoria por la mitad más uno de los votos, también podrá ver que no podrá casarse de manera permanente con nadie.
Uno puede tomar una decisión coyuntural dependiendo del momento en que se encuentra el país, de qué le parece que es un problema más perentorio a solucionar y con quién puede solucionarse. Pero esta decisión temporal se enmarca en una posición estructural inamovible: dicho apoyo será condicionado estrictamente al respeto al pluralismo, a la búsqueda de una mayor horizontalidad en el mercado de influencia política. No es una rendición, sino una alianza estratégica que se romperá si el otro no cumple con su parte del trato. Si se rompe, eso sí, será necesario que la coalición de base se reúna de nuevo y se movilice como si nada hubiese pasado, como si la división fuera inevitable pero pasajera.
Vivir en la circunstancia y en el contexto no es fácil. La acusación de relativista, despreocupado incluso, siempre penderá sobre la cabeza de uno. A los extremos les resulta útil: necesitan una crisis, o algo que se le parezca, para forzar a los dubitativos a dejar de serlo por imperativo moral. Pero la verdad es que la duda no equivale a la neutralidad. La duda puede ser una posición firme, defendida a capa y espada, basada en una premisa muy nítida: el único seguro de vida del pluralismo, de la democracia, es que nadie esté nunca completamente de acuerdo con nadie.
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