Roy versus los Avengers (Plaza de Lourdes, Bogotá)
Nuestra perpetua campaña presidencial no empieza ni termina sino que se transforma, y ha reteñido nuestros males
Este es el senador oficialista Roy Barreras: un médico caleño que fue de mitigar el dolor de sus pacientes a jugar con pericia ese degradado juego de mesa que se ha vuelto la política colombiana. Barreras, de voz carrasposa y risueña, ha combinado su serpenteo por el Congreso con una serie de trabajos literarios que allá él. Ha sido famoso entre la clase política, nuestro jet set de piel grasosa, por unas cuantas vallas publicitarias: la valla presuntamente romántica en la que propuso matrimonio; la valla con su cara, como un tiro al blanco instalado en la Plaza de Lourdes de Bogotá, atacada a tomatazos cuando le dio por meterse en pactos contra el matrimonio igualitario; la valla en la pared de un prostíbulo, #VoyConRoy, durante la campaña en la que consiguió ser elegido congresista por tercera vez.
Y, sin embargo, habría que decir que el senador Barreras ha redimido su vida como congresista con sus oficios innegables en este sorprendente proceso de paz con las FARC –hoy en día en la dolorosa e incierta fase de la implementación– que ha estado poniendo en evidencia una vez más nuestras profundas fallas sociales.
También nuestra perpetua campaña presidencial, que no empieza ni termina sino que se transforma, ha reteñido nuestros males: la semana pasada, normal para esta pesadilla, acabó con el asesinato del líder social Hugo George, el número 89 desde la firma del acuerdo de paz; con la adhesión a la campaña uribista de la exfiscal que puso en jaque al uribismo; con una serie de fotografías en las que unas cuantas mujeres en bikini entregan volantes publicitarios del candidato Vargas, en la playa, como si nuestra decadencia hubiera alcanzado su esplendor, y con una entrevista insólita en la que un cubano capturado de apellido Gutiérrez aseguró que había sido contratado por la ultraderecha para asesinar al candidato Gustavo Petro. Pero al senador Barreras se le fueron estos días en el empeño de censurar la nueva película de los Avengers.
Tuiteó sin sarcasmo: “Llevé a mis hijos pequeños a ver la película Avengers Infinity War. ¡Sorprende que nadie haya advertido el mensaje fascista triunfante que transmite y legitima formas de genocidio y es para niños! No creo que haya ingenuidad en Marvel. ¡Pediré a autoridades evaluar e intervenir!”. Siguieron las burlas. Vinieron las entrevistas: “Yo estoy pidiendo que se revise con las autoridades competentes si hay o no un mensaje perverso en este tipo de películas”. Vinieron las explicaciones: “Es la primera película para niños en que el antagonista defiende la necesidad del genocidio para poder limpiar el planeta”. Y la moraleja fue que hay ciertos senadores que no saben lo que dicen. Yo vi Avengers Infinity War. Y entendí –me lo explicó mi niño– que el genocida será derrotado de modo estruendoso en el siguiente capítulo: así es que pasa.
Quizás lo peor de la clase política de estos años, la clase política que ha vivido de los últimos tres Gobiernos, sea su terca frivolidad. Su regodeo, de oportunista libre de culpas, en la frase “la política es dinámica”. Su comodidad en las páginas sociales. Su falso liberalismo que tarde o temprano reclama censuras. Su incoherencia siempre lista a condenar la guerra tanto en la realidad como en la ficción. Su incapacidad para proponerle a la sociedad los temas de fondo. Su tendencia a llegar tarde a los grandes dramas sociales. Su pequeñez al pie del verdadero liderazgo. Su confusión impune, por favor, pues si algo tienen que revisar las autoridades –al menos las competentes– es este horror de candidatos amenazados, de machos irredentos, de mujeres reducidas a botín, de líderes asesinados a diario que hace ver cursi y falsa cualquier guerra de Marvel.
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