Irak reconstruye Faluya, pero sigue la desconfianza
El Gobierno invierte en el feudo suní destruido por la guerra como muestra de su voluntad integradora, pero la población mantiene su escepticismo
Llegar a Faluya desde el sur ayuda a entender Irak. El puente de Bzebez, que cruza el río Éufrates, marca mucho más que la linde entre las provincias de Bagdad y Al Anbar, de la que Faluya es la ciudad más (tristemente) conocida. En el puesto de control del Ejército se perciben tanto las fronteras invisibles entre las comunidades étnico-religiosas del país, como las cicatrices del enfrentamiento entre ellas que las legislativas del sábado quieren dejar atrás. A pesar de los carteles, hay escaso entusiasmo electoral. Junto a la casamata, una abuela sentada en el suelo aguarda paciente que alguien le franquee el paso.
“No tiene papeles. Hemos llamado al otro lado para que venga alguien que la identifique y se haga responsable de ella”, explica el oficial al mando. La periodista, que sí tiene papeles, tampoco puede pasar. ¿Al otro lado del puente no es Irak? ¿Por qué no vale el visado iraquí? El militar duda un momento confundido: “Claro que es Irak, pero la seguridad… tenemos órdenes”, resume tan exhausto como la abuela. EL PAÍS se ha presentado con una carta del Comité de Operaciones Conjuntas firmada por el general responsable de medios. También se requiere el visto bueno del Comité de Operaciones de Bagdad. Hora y media más tarde atravesamos el puente.
En realidad, un pontón provisional sustituye al original dañado ya nadie recuerda cómo ni cuándo. Desde la invasión estadounidense de 2003, las infraestructuras, ya deterioradas por una década de sanciones, han ido quedando inutilizables en los sucesivos conflictos que han enfrentado a invasores contra resistentes, insurgentes contra ocupantes, suníes contra chiíes y terroristas contra todos. Al Anbar, la mayor provincia de Irak, es el bastión de la comunidad árabe suní. También uno de los lugares más sensibles en la transformación de la dictadura de Sadam a un sistema democrático que inevitablemente ha dado el poder los árabes chiíes, mayoritarios en el país.
Faluya se levantó contra la ocupación estadounidense, fue castigada por ello; coqueteó con Al Qaeda, cooperó con EE UU, se sintió abandonada por el Gobierno de Nuri al Maliki y terminó bajo la férula del Estado Islámico (ISIS). Tras ser liberada por las fuerzas gubernamentales hace apenas dos años, su reconstrucción constituye una prueba de la voluntad de integrar a los suníes del primer ministro Haider al Abadi (un chií), o quien le sustituya tras los comicios del 12 de mayo.
Las heridas de la última batalla aún están abiertas. Si bien por toda la ciudad se ven obras públicas en marcha, sólo hay que salir de las calles principales para percatarse de los daños. “Hay 2.000 casas completamente destruidas o quemadas”, explica un trabajador social mientras nos dirigimos a Jubail, el mayor y más pobre barrio de Faluya. También uno de los más afectados por las operaciones militares debido a la concentración de militantes del ISIS. En una casa ya remozada encontramos unos vecinos dispuestos a hablar sobre las elecciones, en las que ese grupo ha pedido que no participen.
“¿Cómo vamos a votar si no nos dan las tarjetas?”, se queja Abu Zaab en referencia a la cartulina del registro electoral. A su lado, Marwan, que ha venido de visita desde el barrio de Al Moalimin, concurre: “En nuestra familia, solo tenemos tres de las cuatro que nos corresponden; la de mi hija no aparece”. Reclamar se les antoja inútil. Tampoco es que las propuestas electorales les entusiasmen. “Han cambiado las caras, pero los jefes de lista siguen siendo los mismos corruptos”, asegura Abu Zaab, que culpa a los iraníes de la deriva sectaria de su país. ¿Y las obras de mejora? “Pura fachada porque se acercan las elecciones”, añade. Entonces, ¿los suníes no van a votar? “Lo harán para que no les roben el voto, pero con mucho escepticismo”, explica Marwan.
La desconfianza alcanza al resto de las comunidades, a pesar de la mejora generaliza de la seguridad. Los nueve principales contendientes son nueve bloques (cinco chiíes, dos suníes y dos kurdos) que han compartido el poder desde que la intervención estadounidense. Su control sobre el dinero público, las fuerzas de seguridad y los medios de comunicación les da una clara ventaja sobre los partidos surgidos de la sociedad civil y que aspiran a establecer un Estado no confesional.
“Las elecciones no van a cambiar nada. Los candidatos lo son sólo por su propio interés. Para llenar los bolsillos”, asegura el profesor Karim, un chií practicante, absolutamente desencantado de la evolución de su país. “Rezo a Dios por el alma de Sadam, y no soy el único”, confía convencido de que Irak necesita un hombre fuerte que imponga la ley sobre los diez mil pequeños Sadams que ha producido el multipartidismo. La falta de entusiasmo ha sido además alentada por el temor al fraude electoral que suscita el sistema electrónico de voto.
En Kurdistán, el número de los registrados también es modesto, según confía un analista desde Erbil. Escaldados por las consecuencias del referéndum de independencia del pasado septiembre y más divididos políticamente, los kurdos tienen la puesta vista en sus propias elecciones regionales el próximo 30 de septiembre.
Ese clima complica los planes de Al Abadi que intenta capitalizar el éxito sobre el ISIS para renovar mandato y necesita el respaldo popular para concentrarse en la reconstrucción que promete. Es el favorito de la comunidad internacional. Si los votantes fueran Irán, EE UU, Arabia Saudí y la UE, el primer ministro repetía sin duda. Pero tiene rivales importantes. Empezando por Al Maliki, su predecesor y compañero de partido, que nunca le ha perdonado que le desplazara del poder a pesar de haber ganado las elecciones. También Hadi al Amiri, el líder de la Organización Badr, que controla la mayor milicia de Irak (chií).
“Ninguno tiene posibilidades de ganar a Al Abadi, pero sí de hacerle perder”, interpreta un observador europeo, que teme dificultades de formación de Gobierno en un momento en el que el país necesita mantener la estabilidad. Tampoco está claro qué arrastre va a tener la peculiar alianza de sadristas (seguidores del clérigo populista Múqtada el Sadr) y comunistas, la única lista antisistema. Aunque las políticas de ambos se contradicen a menudo, sus seguidores son disciplinados en el voto.
Finalmente, otra de las incógnitas es qué van a hacer los jóvenes. Con el 61% de los iraquíes por debajo de 25 años, los nuevos electores suman 3,5 millones de los 24 millones de potenciales votantes. En Faluya, como en el resto de Irak, lo que estos chicos y chicas quieren es trabajo y perspectivas de futuro, algo que con el sistema de nepotismo y reparto de prebendas con el que funcionan los partidos deja descolgados a todos aquellos sin enchufe.
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