Los pájaros del sismo
¿Cuántos pájaros necesitamos para creer que podemos recuperar lo que se fue quizá de manera irremediable?
Tres semanas después del martes 19 de septiembre de 2017, fecha del sismo que devastó diversos puntos de la Ciudad de México, vi pájaros en una acera de la colonia Roma Sur, el barrio donde vivo desde hace más de una década. Llevaba varios días sin escuchar su canto, disuelto por el silencio que nos heredó la catástrofe. Los pájaros se disputaban las migajas de pan blanco que alguien, esa mano invisible siempre presente en las grandes metrópolis del mundo, les había obsequiado. Caminé entre ellos como un niño que quisiera contagiar al mediodía algo de su entusiasmo. Los pájaros batieron las alas en desbandada hacia un árbol próximo.
Junto al árbol advertí la silueta de un poste para el cableado eléctrico. Su madera carcomida me hizo imaginar el tiempo como una implacable invasión de termitas. Capté un zumbido. En el poste alguien, otra mano invisible, había pegado un cartel que ondeaba en la suave brisa otoñal: "Se busca". Se trataba de una mascota perdida. Las aves regresan al sitio del que al parecer habían huido, pensé, sólo para intentar llenar otros huecos evidentes, otras ausencias que resultan dolorosas. ¿Cuántos pájaros necesitamos para creer que podemos recuperar lo que se fue quizá de manera irremediable? Continué caminando, los ojos puestos en el cielo cruzado por uno de los aviones que alteran intermitentemente la falsa quietud de la colonia. El sol calaba fuerte.
El sol sigue calando ahora que recorro mi barrio vuelto un concierto de aves de distintos colores que responden al llamado de la primavera. El cartel de la mascota extraviada ha desaparecido del poste que no deja de zumbar en medio del calor acentuado por la lumbre morada de las jacarandas. Raudos y animados por una inquietud que está más allá de mi comprensión, los pájaros vuelan frente a las ventanas rotas de numerosas construcciones dañadas por el temblor que han sido acordonadas con tiras de plástico amarillo como escenas de un crimen cometido por una instancia superior a nosotros. Observar inmuebles vacíos a un pequeño paso de la ruina es un espectáculo común en las colonias Condesa y Roma, dos de los sectores más afectados en septiembre de 2017, y no lo es menos detectar el letrero de "Se vende" colgando como una curiosa mueca irónica en ciertas fachadas quebrantadas. ¿Quién va a comprar un despojo para derruirlo y levantar en su lugar un remplazo que estará igualmente sujeto a las veleidades de una zona sísmica? A escasas cuadras de mi vivienda hay un edificio maltrecho que a duras penas se yergue de cara a uno de los viaductos más concurridos de la ciudad. En sus paredes bostezan boquetes enormes, y a través de lo que queda de sus cristales se adivinan habitaciones con mobiliario que aguarda a gente que nunca volverá a usarlo. Cuando cae la tarde, el edificio —esa reliquia que alguna vez fue un edificio y que hoy está en venta— da la nota lúgubre al coro de aves que se retiran a dormir en los árboles que lo rodean.
La especulación inmobiliaria es inclemente: todo hueco urbano debe llenarse con la mayor celeridad posible sin importar con qué se llene. Los planes de negocios no contemplan las ausencias, esos cuartos que quedaron desnudos a la vista de todos al ser despojados de las cortinas o persianas que cubrían la domesticidad más íntima, sino sólo las presencias, esas estancias temporalmente desiertas que no tardarán en poblarse con gente que hace oídos sordos a los desastres naturales. Junto a mi vivienda había una escuela primaria desde la que día con día llegaba hasta mis oídos la algarabía infantil, el timbre desafinado de las trompetas que acompasaban el ritual matutino del saludo a la bandera de México, el eco distorsionado de una profesora que giraba instrucciones por los altavoces. Al cabo del sismo la escuela fue demolida, y en el predio que ocupaba se anuncia ya la construcción de un conjunto de departamentos que se quiere lujoso. Los pájaros que se fueron y regresaron miran desde los árboles a la mujer que promueve fantasías en forma de habitaciones que no existen. El sol cae a plomo sobre niños que en realidad son fantasmas.
Mauricio Montiel Figueiras es escritor y editor mexicano.
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