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Columna
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El viejo traje del presidente Xi

El enaltecimiento de Xi Jinping como emperador vitalicio recupera la sombra ideológica de Mao, emblema de la autoridad total del Partido

Lluís Bassets
Mao Zedong, el Gran Timonel chino.
Mao Zedong, el Gran Timonel chino.Bettmann Archive / Getty
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Así quiere China dominar el mundo

“Los países extranjeros han hecho guerras de religión o se han peleado por la libertad. En China, desde hace miles de años, nos hemos peleado perpetuamente por una sola cuestión: llegar a ser emperador”.

El autor de esta reflexión es Sun Yat-sen, revolucionario y fundador de la primera república china, que sucedió a la caída del último emperador manchú en 1912. Considerado como el padre de la China moderna, experimentó los desastres que desencadenaban las peleas por el poder en el seno de su propio partido, el Kuomintang, hasta el punto de que, según escribió, “seis o siete de cada diez entre quienes se añadían a la idea revolucionaria albergaban el sueño de llegar a emperador”. La primera tarea política de quienes querían sustituir el imperio por una república consistía en “desembarazar a estos individuos de sus ambiciones imperiales”.

Xi Jinping había conseguido hasta ahora la mayor concentración de poder conocida desde Mao Zedong, el fundador de la República Popular, destacando especialmente por su condición de comandante en jefe del Ejército Popular, pero a partir de la próxima semana cruzará el último límite que le quedaba para igualarse con el Gran Timonel. Desaparecerá la limitación de mandatos para la presidencia, de forma que se instalará como un líder vitalicio, reconocido como tal en la propia Constitución, una condición que solo han ostentado Mao y Deng Xiaoping, aunque este último siempre en la sombra como emperador de facto sin ser ni jefe de Gobierno ni de Estado.

Para obtener el máximo trofeo del poder imperial absoluto, justo cuando acaba de iniciar su segundo mandato de cinco años, Xi ha protagonizado una largo ascenso que ha incluido una de las purgas más extensas y severas que se haya conocido desde 1989, que le ha servido para desembarazarse de los rivales y disciplinar las distintas facciones internas del Partido Comunista, en esta ocasión con la excusa de la lucha contra la corrupción en vez de la pureza ideológica marxista-leninista de antaño.

También como Mao, el pensamiento de Xi está ya inscrito en el texto constitucional desde el Congreso del pasado otoño, una condición que le sitúa por encima de Deng Xiaoping, cuyo nombre consta meramente como el autor de una teoría, la de la adaptación del socialismo a las características chinas. Mao fundó el régimen y emancipó a China de la dependencia colonial. Deng fue el emperador oficioso que sacó al país de la pobreza optando por la apertura y el mercado capitalista. Mientras que Xi constituye la promesa de convertir a China en la primera superpotencia a mitad del siglo XXI y a este título ha querido que se le reconozca su aportación ideológica y su liderazgo absoluto.

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El sistema instaurado por Deng Xiao-Ping de limitación de mandatos, junto a la rutinaria jubilación de todos los políticos a los 68 años, era una forma de acotación y control del poder. Con el añadido de que eliminaba el carácter trágico e incierto de la pelea sucesoria en el momento en el que el líder muere o queda incapacitado físicamente o, lo que es peor, políticamente.

El reforzamiento de los poderes de Xi es la respuesta china al auge de las figuras autoritarias y al declive de la democracia en el mundo

El sistema sucesorio abolido ahora era previsible, gradual y estable, virtudes todas ellas apreciadas por los inversores y los mercados. Se caracterizaba también por su colegialidad, representada por el comité permanente del Politburó, el organismo máximo del partido integrado por un grupo de entre cinco y siete hombres, que permitía reflejar los equilibrios y alianzas entre las distintas facciones y superaba el desastre del culto a la personalidad maoísta.

Este tipo de relevo ordenado en la cúpula china solo ha funcionado en su esquema completo entre 2002 y 2012, con la generación reconocida como la cuarta, formada por Hu Jintao como presidente y Wen Jiabao como primer ministro. Ahora puede verse que para Xi ha sido un paréntesis de laxitud y liderazgos débiles y de componendas y equilibrios entre grupos de poder, que se corresponde mundialmente con la época de la globalización feliz, mientras que el actual regreso al autoritarismo absoluto tiene su correspondencia en el despliegue de liderazgos fuertes en muchos países, el repliegue nacionalista y el declive de la democracia.

El imperio vitalicio, que no es una buena noticia para nadie, no lo es tampoco para los comunistas chinos, que podían aspirar a una evolución lenta hacia un régimen cada vez más pautado legalmente y socialmente más abierto y liberal, después de haber conseguido la apertura económica, y se encuentran ahora con el peligro de la dictadura perfecta, facilitada por la tecnología digital y especialmente por los sistemas de control social mediante Inteligencia Artificial y el Big Data.

La opción por la dictadura total, con su apariencia de máxima disciplina y autoridad del Partido Comunista, es un síndrome de inseguridad ante la inestabilidad de la sociedad china y de incapacidad para aceptar su vitalidad y su pluralismo. También es el anuncio a plazo fijo de graves turbulencias cuando se produzca la desaparición del actual emperador. Si Xi quería el mandato vitalicio es porque intuía los peligros que le acechaban en caso de dejar el poder en 2022 como correspondía al esquema ahora obsoleto.

El poder absoluto entronca con la tradición imperial china, naturalmente, pero tiene lazos de parentesco también con el modelo económico y político calcado de la Unión Soviética en el momento de la fundación de la República Popular en 1949. Stalin fue para Mao una obsesión en la que se combinaban la emulación y el desprecio. A pesar de que le detestaba, no perdonó al líder soviético Nikita Jruschev cuando denunció en 1956 el culto a la personalidad y los crímenes estalinistas, pues a fin de cuentas descalificaba a quien había sido y siguió siendo su modelo de dirigente comunista infalible.

El regreso de China al liderazgo sin límites es un retorno a los orígenes modelados en el estalinismo y en la negación del pluralismo

El maoísmo, que tanta admiración bobalicona produjo entre los intelectuales europeos y que ahora Xi ha convertido en su inspiración, tuvo un soberbio crítico en el escritor belga Simon Leys, especialmente en su libro El vestido nuevo del presidente Mao sobre la revolución cultural. Publicado en su edición original en francés en 1971 y reeditado el pasado año en España, está inspirado en el famoso cuento de Andersen en el que es un niño quien descubre la desnudez del rey que se engaña a sí mismo respecto al vestido invisible que le cubre.

Mao adoptó el nuevo vestido de la revolución cultural, que le sirvió para lanzar a los estudiantes contra la cúpula del partido, es decir, sus propios compañeros, para consolidarse en el poder. Xi Jinping adopta ahora el viejo vestido del maoísmo estalinista para terminar con las componendas entre facciones, superar la dirección colectiva y hacerse con un poder absoluto que le permite escapar a todo escrutinio y convertirse así en el hombre más poderoso del planeta para una larga época.

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Sobre la firma

Lluís Bassets
Escribe en EL PAÍS columnas y análisis sobre política, especialmente internacional. Ha escrito, entre otros, ‘El año de la Revolución' (Taurus), sobre las revueltas árabes, ‘La gran vergüenza. Ascenso y caída del mito de Jordi Pujol’ (Península) y un dietario pandémico y confinado con el título de ‘Les ciutats interiors’ (Galaxia Gutemberg).

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