Al filo del agua
En México no hay un solo aspirante a la presidencia de la república que pida perdón por todos los muertos y desaparecidos, todos los periodistas asesinados, todas las mujeres violadas y desmembradas
Hace cincuenta años John, Paul, George y Ringo aún no peleaban versos y acordes que serían grabados en un álbum blanco y en la UNAM, ninguno de los 95.587 alumnos matriculados imaginaba que un chispazo en medio de un partido callejero de fútbol americano encendería la mecha de un bazookazo generacional que terminaría en un baño de sangre en la Plaza de las Tres Culturas de Santiago Tlaltelolco y que el año marcaría el final de una década que empezó con el asesinato de JFK en Dallas. Cincuenta años de una década signada con el asesinato de su hermano Bobby, quien hace exactamente medio siglo aún no se lanzaba como candidato a la presidencia de los Estados Unidos y que antes de morir asesinado él mismo tendría que anunciar su pésame por la muerte de Martin Luther King a una multitud estupefacta que vivió el año del ´68 como la sucesión psicodélica donde nadie podía estar si bien si todos estaban mal, según cantaba Buffalo Springfield en el autobús amarillo que llevaba a los niños a su primer día del kínder en el paisaje de un bosque que permanece intacto en la memoria de quien ahora pinta canas, Al filo del agua tal como tituló Agustín Yáñez su novela sobre los prolegómenos de una Revolución Mexicana que se descalabró exactamente hace medio siglo en el año en que a la Patria se le ocurrió ser sede de los primeros Juegos Olímpicos organizados por un país en vías de desarrollo y a los dos años, el primero de dos Mundiales de Fútbol que se celebran en la mexicanísima fantasía de que aquí no pasa nada, incluso después del Sismo de 1985 que sacudió a la Ciudad de México con un estertor oscilatorio y trepidante que se clonó tres décadas después en las mil réplicas que siguen llagando el rostro de Oaxaca y Chiapas, para que una semana después resurgiera el puño en alto de una nueva generación de jóvenes que se tapan la boca con paliacates para no respirar más cascajo y forman una fila de kilómetros para pasar agua potable de mano en mano ante el telón imperdonable de los noticieros convertidos en farándula de niñas inexistentes y perritas heroicas que usan goggles para protegerlas de las dioptrías distorsionadas de una planeta entero que no termina de arrepentirse del encumbramiento oprobioso de un maníaco demente en la presidencia de los Estados Unidos y de un hierático zar omnipotente en el Kremlin, mientras que en México no hay un solo aspirante a la presidencia de la república que pida perdón por todos los muertos y desaparecidos, todos los periodistas asesinados, todas las mujeres violadas y desmembradas, todos los robos supramillonarios con los que se ha manchado el paisaje de México en los pasados años huelen a viejo caldo podrido y ni un sólo candidato a lo que sea, que sea capaz de convencerse a sí mismo de que pretenda llevar a justicia a la Justicia misma o al menos a los principales responsables del descarado desdén y declarado desprecio con el que se ha maltratado a cada uno de los niños y ancianos, trabajadores y licenciadas, sirvientas y taxistas, albañiles y catedráticos, ciudadanos y estudiantes y todo un policromado etcétera, mientras el hombre sin rostro que aguarda las uvas presenta en números romanos el año XVIII como una silente garantía de que no todo es imposible.
Dicho entonces el largo párrafo anterior, abonemos la música callada de todos los justos que hacen lo que tienen que hacer sin intentar dañar al de al lado y sin alargar la cadena de chismes y mentiras que fertilizan la adrenalina necia de tanta falsa noticia y corazonada; abonemos el callado color de todos los ojos que lloran y los abrazos que se dan espontáneamente las parejas que hace años dejaron de verse y los dos que se reconocen en la fila del microbús y el que cede su lugar en una banca para escuchar de pie el vals de un quiosco que gira con los párrafos de nuestra mejor literatura y mantiene vigentes los versos de los poetas muertos y los óleos que pintan la memoria de varias generaciones como globos de un domingo en la Alameda donde un niño que le saca la vuelta a la Catrina se queda mirando al vacío, convencido de que el año que empieza mañana no tiene por qué repetir el espejo de todos los ayeres y sí, pulir la esperada ventana que nos libere de tanto lastre y volver a volar… o por lo menos, mandar a volar a quien se empeñe en anclarnos en el mismo fango de siempre.
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