La última tentación de Trump: incendiar el statu quo en Tierra Santa
El amago del presidente de EE UU de reconocer a Jerusalén como capital israelí agita el mundo islámico
Es mejor dejarlo estar. Al menos en la tres veces milenaria Ciudad Santa, donde aún subsisten componendas de la era de Saladino y los cruzados, saltarse el statu quo puede acarrear funestas consecuencias. Donald Trump prometió en la campaña electoral que trasladaría la Embajada de Estados Unidos desde Tel Aviv, sede de todas las legaciones extranjeras ante el Estado judío, a Jerusalén, donde Israel fijó su capital. En mayo, apenas cuatro meses después de llegar a la Casa Blanca, tuvo que quebrantar su palabra y, al igual que todos los presidentes en las dos últimas décadas —Bill Clinton, George W. Bush y Barack Obama—, dejó en suspenso “por razones de seguridad nacional” durante otros seis meses el traslado de la misión diplomática aprobado por el Congreso en 1995.
En contra de su voluntad política, Trump parece tener que volver a incumplir ahora el trato con los votantes. No iba a haber traslado por el momento, se aseguraba antes de que venciera en la medianoche del lunes al martes el plazo para la adopción de la decisión presidencial. Finalmente, todo ha vuelto a quedar pendiente de un pronunciamiento final mientras se prolonga la tensión. Desde el Pentágono y el Departamento de Estado le han alertado con claridad de que el cambio de sede diplomática podría tener efectos contraproducentes para la seguridad de las tropas y de los ciudadanos estadounidenses asentados en países islámicos.
La Ciudad Vieja alberga el Muro de las Lamentaciones y la basílica del Santo Sepulcro, lugares santos para el judaísmo y la cristiandad, junto a la Explanada de las Mezquitas, un emblemático icono y tercer recinto más sagrado, tras La Meca y Medina, para los musulmanes. Existe acuerdo generalizado en la comunidad internacional de que el casco histórico amurallado se halla en la parte oriental de Jerusalén, esto es, la zona ocupada por Israel desde hace 50 años que los palestinos aspiran a convertir en capital de su Estado independiente.
Por eso las embajadas se encuentran precisamente en Tel Aviv. Al menos mientras israelíes y palestinos no alcancen un compromiso sobre el estatuto final de Jerusalén en el marco de un acuerdo de paz duradero. Las 16 legaciones que se habían establecido en la parte occidental de la ciudad —entre ellas las de 12 países latinoamericanos— terminaron trasladándose a la metrópolis costera cuando Israel se anexionó por ley la parte oriental en 1980. El Consejo de Seguridad de la ONU condenó la medida como una violación del derecho internacional. Los últimos en mudarse fueron Costa Rica y El Salvador en 2006.
¿Por qué está amagando ahora Trump –cuando se presentaba como arquitecto del “acuerdo definitivo” de paz— con adoptar una decisión contraria al consenso internacional? Las especulaciones políticas de Washington amenazan con incendiar la calle árabe con una ola de protestas. Jordania, Egipto, Turquía –que mantienen relaciones con Israel, las 22 naciones de la Liga Árabe, los 57 Estados miembros de la Organización de la Conferencia Islámica que representan a 1.500 millones de musulmanes, han advertido en las últimas horas, o se disponen ha hacerlo,del riesgo de una reacción popular incontrolada si finalmente EE UU rompía con el statu quo. Incluso el presidente francés, Emmanuel Macron, ha expresado su preocupación ante un eventual reconocimiento unilateral de Jerusalén como capital de Israel tras una conversación telefónica con el mandatario estadounidense.
La Autoridad Palestina ha avisado con vehemencia de que iba a dejar de considerar a Washington como un mediador imparcial en Oriente Próximo si se decanta en favor de las tesis de Israel. El secretario general de la Organización para la Liberación de Palestina (OLP), Saeb Erekat, teme sobre todo el “desastre” provocado por un cambio en el statu quo a costa del fracaso del proceso de negociaciones. El movimiento de resistencia islámico Hamás, mientras tanto, ha tocado a rebato desde su feudo en Gaza al convocar una “jornada de la ira” para este miércoles, mientras amenaza con lanzar una nueva Intifada si Trump da algún paso diplomático unilateral en Jerusalén.
Hace ahora precisamente 70 años, Naciones Unidas acordó el plan de partición de la Palestina que se encontraba bajo mandato británico desde el fin de la I Guerra Mundial. Algo más de la mitad del territorio fue adjudicado al Estado judío, proclamado oficialmente en mayo de 1948, y el resto estaba previsto para un futuro Estado árabe. Jerusalén, empero, debía situarse bajo administración internacional, como “cuerpo separado” de las nuevas entidades nacionales. Pero la guerra que libraron fuerzas judías y de países árabes hasta que se selló el armisticio en julio de 1949 arruinó los planes de la ONU. El Oeste de la ciudad fue ocupado por Israel, que estableció allí su capital, y el Este quedó bajo control jordano, al igual que Cisjordania. Una Línea Verde de alto el fuego dividió la urbe con alambradas y barricadas hasta la victoria israelí en la guerra de los Seis Días de 1967.
Aunque las Embajadas están en Tel Aviv, los embajadores acuden sin mayor problema a entregar sus cartas credenciales al palacio presidencial y los diplomáticos asisten regularmente a reuniones de trabajo en el Ministerio de Exteriores, situados ambos en Jerusalén Oeste. Es un reconocimiento de una situación de hecho. La mayoría de ellos observa gran cuidado, no obstante, en no poner nunca los pies en los centros oficiales del Estado hebreo situados al este de la Línea Verde.
En una intervención pública prevista este miércoles, el presidente Trump puede traspasar aún una línea roja al aludir a alguna modalidad de reconocimiento de la capitalidad del Estado de Israel, según han anticipado medios estadounidenses como The New York Times. Cumpliría así, al menos formalmente, con su promesa electoral. Pero en función del contenido exacto de su discurso en la siempre sensible cuestión de Jerusalén, la palabra empeñada del mandatario republicano puede tornarse en la yesca que prenda una nueva hoguera regional con foco abrasador en la Ciudad Santa.
Desde hace casi dos siglos, una escalera de madera permanece en un alféizar del Santo Sepulcro sin que ninguna de las comunidades cristianas de la basílica se atreva a tocarla. No han logrado ponerse de acuerdo en retirarla desde entonces. Con tal de evitar los habituales altercados entre popes, clérigos y frailes, coinciden en que es preferible mantener el statu quo y dejar la escalera en su sitio.
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