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Cartas de Cuévano
Columna
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Gazapos

El presidente de México es un campeón del gazapo y una verdadera vergüenza para quienes depositaron en él su fe política

Al filo del destape, esa ceremonia de variada liturgia donde el Presidente de México –otrora todopoderoso—empieza a perder paulatinamente su poder al designar o aprobar al candidato oficial para su propia sucesión… en fin, que al filo del destape, es tiempo que recordemos a la presente administración como campeona del gazapo.

Dícese gazapo al hombre astuto, que a veces se hace el disimulado y también llaman así a los conejos imberbes, pero también es gazapo la mentira y el embuste; peor aún, es gazapo el yerro que se le escapa inadvertidamente al ignorante o amnésico por escrito o al hablar en voz alta. Es sabido que los toros supuestamente bravos que embisten a regañadientes, sin nobleza y más propensos a la mansedumbre –cabeceando peligrosamente y sin claridad—son llamados gazapones, por no decirles bueyes.

Cuenta un querido amigo, casi inglés, que al tiempo que estudiaba en Cambridge University se repetía con frecuencia la graciosa anécdota de un economista victoriano que en su época –preglobalizada, preinternetiana y premoderna—le dio por dictar repetidas conferencias en donde siempre ponía como mal ejemplo los enredos económicos de la República Oriental del Uruguay: que si explicaba un modelo sobre el desastre en el precio de equilibrio del litro de leche, allí donde se enredaban mal las curvas de la oferta y la demanda o bien, que si se trazaba un modelo algebraico y su respectiva gráfica para ejemplificar errores o gazapos de un modelo económico para el mercado del pescado, el viejo economista inglés siempre señalaba dichos ejemplos como “errores del Uruguay”, “desastre tradicional de la economía à la Uruguay”, etc.

Ha sido el mandatario que confunde los nombres de los estados de la República Mexicana e incluso el orden de los números para señalar minutos.

Un buen día se levantó un joven en plena conferencia, al fondo del aula e interrumpió la perorata del afortunadamente anónimo economista inglés, diciéndole valientemente: “Yo soy uruguayo y me parece totalmente falso todo lo que ha dicho sobre la economía de mi país; no hay razón para que usted se ensañe e insista repetidas veces en poner al Uruguay como mal ejemplo de sus teorías”. Silencio incómodo… vaso de agua temblorosa sobre el escritorio… y el viejo economista inglés, flema incluida, responde: “¿He dicho Uruguay?... Le ruego me perdone. Yo me refería a Paraguay”. De carcajada, toga y birrete.

Lo que no tiene ninguna gracia es que el presidente de México intentara ayer mismo darle la bienvenida al presidente de Uruguay, con las acartonadas palabras y ridícula ceremonia donde se refirió a su persona como “presidente de la República Oriental del Paraguay”. Campeón del gazapo y una verdadera vergüenza para quienes hace más de una década depositaron su fe política e invirtieron sus capitales en la fermentación de un joven político que se supone que era campeón del teleprompter, allá en los llanos de Toluca, cuando le salía de perlas leer en pantalla las sentidas palabras para cualquier evento y eventualidad. Ha sido el mandatario que confunde los nombres de los estados de la República Mexicana con ciudades aleatorias e incluso el orden de los números para señalar minutos, tartamudeando nerviosismos en aberrantes encuentros con campesinos o estudiantes (para colmo, tipo “town meeting” a la gringa), balbuceos de datos enrevesados, enredando explicaciones inexplicables, soportando silencios incómodos, simulacros constantes, calcetines invertidos, corbatas de nudo horrendo, gomina de tsunami, libros sin leer, estanterías sin libros, casas que no son hogar… largo etcétera.

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Al filo del destape sería deseable que el ente que lo defina procure seleccionar a alguien, uno, cualquiera que sepa escuchar el rumor de tantos muertos, el murmullo de tantos errores y desgracias, el vaho de la pobreza y el rugido de los humildes, los millones de niños que hacen su tarea creyendo que ascender al conocimiento podría erradicar de su paisaje la perniciosa presencia de personas nocivas que hablan por hablar, salivando gazapos que no tienen ninguna gracia… ni justificación.

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