La lucha contra el olvido de las mujeres de Berta Cáceres
La familia de la ambientalista hondureña asesinada hace año y medio batalla por perseguir a los autores intelectuales del crimen, en el que expertos internacionales implican a funcionarios del Estado
Tres isquemias obligaron a Mamá Berta a hacer lo que hubiese hecho en cualquier caso: mirar siempre de frente. En 84 años, esta mujer de pelo blanco y hablar fluido no ha concebido otra forma de seguir adelante. Como madre de 12 hijos, partera de más de 5.000 niños, maestra, alcaldesa, diputada… Siempre en un entorno patriarcal. Solo se vino abajo con el asesinato de su hija. Los meses que siguieron, se apagó. “Me doblegué”, atina a decir ella entre lágrimas, como quien pide perdón por haberse equivocado. “Fue una enfermedad del alma, no del cuerpo. Pero pensé que no debía echarme a morir”.
Austra Bertha Flores es la médula sobre la que se estructura la familia de Berta Cáceres, la ambientalista hondureña asesinada hace año. Sin la figura de Mamá Berta cuesta entender la personalidad de su hija y de algunas de sus nietas. No se la respeta, se la venera. “Mi mami nos enseñó a reconocer y valorar la valentía de nuestras abuelas, especialmente de Mamá Berta. Es la base de nuestra vida”. Olivia Zúñiga, una de las hijas de la activista, de 28 años, asegura que esa es la gran herencia que le dejó su madre. Por eso la madrugada del 3 de marzo de 2016, cuando una tía fue a buscarla apresurada a su casa y era incapaz de articular palabra, pensó que quien había muerto era Mamá Berta. Después, que al enterarse de la noticia, se moriría de un paro cardiaco. Al llegar a su casa, entre sollozos de rabia y tristeza, recuerda cómo su abuela no paraba de dar órdenes:
—Ya mataron a Bertita, pónganse a trabajar, usted haga esto, usted, vaya a por tamales. Traigan comida. Va a venir tanta gente que no va a gustar lo poco que tenemos.
Si algo sobraba era dolor. Aún se siente mucho en esta casa de La Esperanza, al oeste de Tegucigalpa, donde creció y vivió Berta Cáceres hasta pocos meses antes de ser asesinada. Entonces no había ni vigilancia policial ni las cámaras de seguridad que ahora reciben en el porche. La primera estancia, la improvisada sala de reuniones, está presidida por un altar con varios retratos de Berta Cáceres, una mesa con flores coloridas y una cerámica de un sapo, un regalo de la asesinada a su madre, enamorada de estos anfibios que pululan por el jardín interior, cerca de “la ratonera”, como Cáceres llamaba a su pequeña habitación, desde donde conspiró durante años y hoy repleta de los trastos de Olivia, que se mudó junto a su abuela hace unos meses, después de denunciar un atentado contra ella.
El dolor va mutando en miedo por mucho que la entereza trate de camuflarlo. Miedo sobre todo al olvido del asesinato de Berta Cáceres. A que su muerte se vuelva una más de tantas, inútil. “En Honduras hay una cultura de resignación por la muerte, tenemos que luchar contra eso”, admite Berta Zúñiga, la hija mediana, de 25 años. Solo así, asegura, podrán dar con las respuestas, por mucho que estén convencidas de ellas, a las preguntas que aún les atormentan.
Entre las certezas, la más clara es cómo mataron a Berta Cáceres. Dos hombres entraron pasadas las 23.40 del 2 de marzo en la nueva casa de la ambientalista, un pequeño inmueble verde a las afueras de La Esperanza, donde la tranquilidad que buscan los vecinos se convirtió en una trampa para ella. A esas horas de la noche, cualquiera puede caminar entre los matorrales sin tener que pasar por la garita de seguridad de la entrada, donde un hombre apenas se dedica a preguntar vagamente y levantar sin mucha reticencia la valla que da acceso a los caminos de las viviendas. La única seguridad en la casa de Cáceres era la red metálica que bordea el jardín. En una de las esquinas aún se ve los daños que dejaron los sicarios a su paso. De esa esquina a la entrada de la cocina apenas hay unos metros. Por ahí entraron. Uno fue a la habitación donde se encontraba Gustavo Castro, un ambientalista mexicano que se salvó de la ejecución de milagro. En la otra, descerrajaron a Berta Cáceres tres tiros en el abdomen.
Que la activista hondureña estaba amenazada no era un secreto para nadie. Su activismo y la lucha por los derechos de los indígenas lencas fue su modus vivendi. Con su última batalla trató de frenar la presa de Agua Zarca, cuya construcción afecta al río Gualcarque, sagrado para los indígenas. Las protestas consiguieron que la constructora pública china Sinohydro abandonase el proyecto. Con él se quedó la hondureña Desarrollos Energéticos SA (DESA). El enfrentamiento entre la empresa y Cáceres era total.
La Comisión Interamericana de Derechos Humanos había ordenado la protección de la ambientalista ante las constantes amenazas. Las autoridades hondureñas hicieron caso omiso. Pese a todo, pocos creían que la podían matar. Un año antes había recibido el Goldman Environmental Prize, el Nobel verde. “Pensé que podría servir para salvarla”, se resigna Mamá Berta. Premios aparte, su figura era demasiado reconocida como para ser aniquilada. Si la mataban, podían hacerlo con cualquiera. Y lo hicieron. “Porque sabían que no les pasaría nada”. Mamá Berta habla en plural, pero no se refiere a los ocho detenidos por el asesinato de su hija, entre ellos dos militares, uno en activo en el momento del crimen. La mención es por los autores intelectuales del asesinato, el gran reclamo de la familia y del que aún no se sabe nada en el proceso judicial que sigue abierto. Desde un primer momento han apuntado a la empresa y al Gobierno de Juan Orlando Hernández, del conservador Partido Nacional, que busca seguir en el poder —sería el primer presidente en ser reelegido— tras las elecciones del próximo 26 de noviembre.
Ante las sospechas de que el Estado obstaculizaría una investigación independiente, la familia de Cáceres y el Consejo Cívico de Organizaciones Populares e Indígenas de Honduras (Copinh), que dirigía la ambientalista, junto a varias organizaciones internacionales lograron la creación del Grupo Asesor Internacional de Personas Expertas (GAIPE) para que estudiase el caso. Las conclusiones del informe, presentado la semana pasada, son demoledoras. Después de cuatro viajes a Honduras, más de 30 entrevistas a implicados y de acuerdo a algunas de las pruebas a las que han tenido acceso, el GAIPE constata la participación en el asesinato de Berta Cáceres de “numerosos trabajadores del Estado (policías, militares y funcionarios), así como de directores y empleados de DESA en la planeación, ejecución y encubrimiento". El documento, en el que se incluyen mensajes telefónicos que demuestran, según los expertos, las conexiones entre funcionarios y empleados de DESA, apunta también a la debilidad de la investigación del Ministerio Público: "Los agentes a cargo de la investigación no han seguido las normas (...) para procesar, juzgar y sancionar a todas las personas responsables del asesinato de Cáceres y la tentativa de asesinato de Castro".
El informe es, sin embargo, papel mojado para la empresa. “Son interpretaciones de un grupo que no es serio y que tiene sesgo ideológico, están contaminando el proceso de investigación”, asegura Elsia Paz, presidenta de la Asociación Hondureña de Energía Renovable, a quien desde el proyecto de Agua Zarca remiten como una portavoz oficial. Además, considera que el asesinato de Cáceres no tiene nada que ver con su lucha ambiental y apunta a que la dotación del Nobel verde, de 170.000 dólares, sería el móvil del crimen: “Todo tema de dinero genera problemas”, incide Paz, que hace una defensa a ultranza del buen hacer de la empresa: “Lo que hacemos es generar empleo en comunidades pobres”.
El estudio de los expertos ha supuesto un bálsamo para la familia de Cáceres. Al menos a nivel internacional han logrado reavivar un caso que se evapora con los días en Honduras. Nadie olvida a Berta Cáceres, pero tampoco es un caso que marque la agenda. Los medios apenas se hicieron eco del estudio en uno de los países más violentos del mundo, con una tasa de 60 homicidios por cada 100.000 habitantes, según datos oficiales, cuestionados por organizaciones independientes. A tres semanas de las elecciones presidenciales, no es tampoco prioritario para los principales candidatos. Solo el líder opositor, Salvador Nasralla, de la Alianza en la que se encuentra el partido del expresidente Mel Zelaya, ha dicho que, en caso de ganar, perseguirán a quienes perpetraron el crimen. Las políticas que afectan al medioambiente han marcado las tres administraciones que surgieron del golpe de Estado de 2009. Durante los gobiernos de Micheletti, Porfirio Lobo y Juan Orlando Hernández se han otorgado más de 100 concesiones para la construcción de hidroeléctricas.
La impotencia de no avanzar más choca con los deseos y el ímpetu de las hijas de Berta Cáceres, no siempre en sintonía entre sí la forma de hacer política, de mantener viva la llama que prendió su madre. Pase lo que pase. “Ellas se pueden defender, lo llevan en la sangre”, dice orgullosa Mamá Berta. El Copinh lo dirige ahora Berta Zúñiga, quien aplica algo que en su día le enseñó su madre: “Hay que incomodar siempre que puedas hacerlo, con coherencia, que es lo que te da rectitud”. Olivia optó hace unos meses por sumergirse en la política partidista y aspira a salir diputada en las próximas elecciones por el partido Libre. La mayor de las hijas de Cáceres aún recuerda una conversación con su madre sobre las múltiples amenazas que había recibido:
—Si a mí me pasa algo, ustedes sigan su vida, ya hemos sufrido bastante.
—No, mami, si a usted la matan a mí me deja comprometida.
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