Colombia vieja (Sutatenza, Boyacá)
Para demasiados miembros de esa derecha legal “justicia” sigue siendo aquello que le pasa al enemigo

Cuando se dice que “el país se está inclinando hacia la derecha”, se dice, en realidad, que ciertos políticos envalentonados e inescrupulosos están permitiéndose a sí mismos decretar –una vez más: como en los tiempos sin Dios ni ley que cuentan las películas– cuáles ciudadanos son menos ciudadanos, menos humanos, menos dignos de derechos que los otros. Decir que Colombia está girando a la derecha es, sin embargo, un chiste: porque en aquel extremo ha estado esta tierra desde el siglo antepasado; porque aquí rechazar la violencia sigue siendo razón suficiente para ser calificado de “izquierdoso” y aún se les teme a las garras del comunismo como si Lenin acabara de llegar a Petrogrado. Para un extranjero debe ser increíble oír que buena parte del establecimiento está saboteando la paz con las Farc. Para un colombiano no es sorpresa.
El guerrillero Guadalupe Salcedo fue acribillado por la policía en 1957, en el sur de Bogotá, cuatro años después de haber firmado la paz con el Gobierno. El guerrillero Carlos Pizarro fue asesinado por “fuerzas oscuras” en 1990, en un vuelo a Barranquilla, seis semanas después de haber firmado la paz con el Gobierno. La Unión Patriótica, el partido fundado en 1985 por las Farc –entre otros grupos–, fue exterminado por narcos, paramilitares y agentes del Estado: usted mismo puede leer la lista de 1.598 asesinados y desaparecidos en el holocausto del movimiento político. En julio de este 2017, cuando sólo habían pasado cinco meses desde la amnistía, El Tiempo publicó un titular de pesadilla: “Asesinan al sexto miembro de las Farc después del acuerdo de La Habana”. Acá lo usual ha sido, en fin, que la venganza no cojee como la justicia.
La semana pasada congresistas de un par de partidos que se fingen de “centro” dejaron en claro que frenarán la reglamentación de la llamada Jurisdicción Especial para la Paz. Acaso sea una jugada sucia de tiempos de campaña. Quizás algunos de ellos sí estén buscando que el recién elegido Tribunal de Paz –51 magistrados serios que tendrán que juzgar los horrores de la guerra– no sólo tenga límites claros, sino que no les permita a los exguerrilleros incumplir los acuerdos que suele incumplir el Estado. Y sí: cuando se piensa en la tal “mano negra”, que ha ordenado tantas ejecuciones como un tribunal secreto e infame, sin duda es un paso adelante este saboteo en vivo y en directo. Pero también es claro que para demasiados miembros de esa derecha legal “justicia” sigue siendo aquello que le pasa al enemigo.
Y que cualquier fallo en contra de un aliado hace parte de una inmisericorde “persecución política”: según el uribismo, el exministro Arias, prófugo de la justicia, no será enviado a Colombia como un ciudadano que debe cumplir una condena, sino como una cabeza para el muro del Gobierno.
Cómo superar este diálogo entre paranoicos con enemigos reales. Cómo salir de semejante zanja en la que pocos reconocen a sus jueces.
Para empezar, habría que acabar la guerra: Colombia es el octavo país con mayor impunidad en el mundo –según el Índice Global de 2017– porque 458 defensores de derechos humanos fueron asesinados de 2009 a 2016 y en el 66% de los casos se desconoce al responsable. Y urge contar lo que pasó y sigue pasando, y urge volver la justicia una costumbre: ahora mismo puede visitarse una estupenda exposición, en la Biblioteca Luis Ángel Arango de Bogotá, que prueba cómo el sistema educativo de la Radio Sutatenza –en Boyacá– consiguió mejorar la vida de los campesinos y echar a andar una revolución cultural sin perturbar a los paranoicos gobiernos colombianos de la Guerra Fría, y piensa uno que ya es hora de que pronunciar “justicia” y “justicia social” no sea más correr un riesgo.
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