La guerra de Siria impulsa el negocio del narco libanés
El conflicto ha trasladado la lucrativa producción de anfetaminas a Líbano y los agricultores se pasan al cultivo de cannabis ante el corte de sus rutas comerciales
“El baño es por ahí”, indica un hombre de voz ronca con pistola al cinto. Para llegar al aseo hay que cruzar un oscuro cuartucho repleto de basura y obviar la recelosa mirada de dos hombres que, arrodillados, esnifan cocaína sobre una plancha de cemento. En la habitación contigua, en un sofá estampado con flores, está sentado Abu Alí, traficante de drogas y armas. Tiene su cuartel general en una villa del poblado Hamudíe, al norte del valle de la Bekaa, donde se extiende el mayor imperio de cultivos de marihuana de Líbano. Justo enfrente se sitúa la localidad de Britel, guarida de los mayores traficantes del país y escondite para aquellos huidos de la justicia donde, en las escasas ocasiones que las fuerzas el orden se aventuran, son recibidas con lanzagranadas y ráfagas de metralletas.
Sonriente y con una protuberante barriga tras 20 años de vida a la sombra de la justicia en un reducido puñado de calles, Abu Alí despliega su arsenal ante los visitantes. Afable, no duda en ofrecer como bienvenida un táper repleto de cocaína y un puñado de anfetaminas como si fueran chocolatinas. Sobre la mesa extiende bolsas de heroína, éxtasis, hachís y todo tipo de pastillas. “Me salí de Hezbolá [milicia-partido chií libanés que combate al sur del Líbano contra Israel y en Siria junto a Bachar el Asad] a finales de los noventa. Ganaba 100 euros, muy poco, y tuve un hijo que alimentar”. A sus 44 años lleva media vida en el negocio del hachís y ha tenido otros tres hijos más.
Uno de sus vástagos, que aparenta tener 12 años, desfila con una pistola Glock y un Kaláshnikov como muestrario. “En 2011 con la guerra de Siria hacíamos mucho dinero con armas y munición. Hoy ya no es un buen negocio”, cuenta Alí, que ahora importa armas del país vecino, donde “hay de sobra”.
Pero si la guerra siria ha desinflado los precios en el mercado ilegal de armas en Líbano, en contrapartida ha elevado los beneficios en el de las drogas. Desde 2014, el cultivo de cannabis y la producción de captagon —anterior nombre comercial de la fenetilina y conocida como la anfetamina de los yihadistas— se ha disparado en el país.
En junio de 2013, Hezbolá y tropas regulares sirias lograron hacerse con la ciudad siria de Al Quseir y expulsar a los insurrectos de la región de Calamún —limítrofe con la Bekaa libanesa—, con lo que cerraron las rutas de acceso. “Ahora en Siria ya es muy complicado sacar el captagon del país, así que hemos tomado el relevo aquí”, cuenta Alí. Asegura que le cuesta 21 millones de libras libanesas (12.000 euros) producir 200.000 anfetaminas, que revende después por 877.000 euros en los países del Golfo, principales consumidores. Estas anfetaminas se venden a un dólar en Líbano pero se pueden llegar a pagar a entre 10 y 20 dólares en Arabia Saudí, asegura el general Ghasan Chamseddine, máximo responsable de la lucha antidroga en Líbano.
Abu Alí no vacila a la hora de explicar cómo funciona el negocio: “Necesitas un buen contacto en el aeropuerto, en el puerto y en Riad. El hachís lo vendemos en Egipto y el captagon generalmente en Arabia Saudí. La cocaína y base de coca la importamos de América Latina y la vendemos en Líbano”. Dice con orgullo dar trabajo a 35 jóvenes y a otros tantos agricultores en un país donde los universitarios sueñan con emigrar. Al atardecer, un coche blanco con las ventanas tintadas merodea por la zona, lo que hace saltar la alarma por si se trata de la policía secreta. Hace dos años que un operativo antidroga irrumpió en la morada de Abu Alí. Un agente resultó muerto y varios heridos de gravedad. “Desde entonces no han vuelto”. Pero la presión policial se ha intensificado en los últimos meses en esta región controlada por Hezbolá. “Ahora montamos laboratorios en camiones en constante movimiento porque Hezbolá es más activo en su prohibición y colabora con el Ejército”.
“Perdimos a nuestro último agente en mayo de 2015 en una redada en Hamudíe, cuando medio barrio salió en armas contra nuestro convoy”, explica en la comisaría Habesh de Beirut el general Ghasan Chamseddine. “Nos faltan recursos humanos a pesar de pedir al Gobierno que los movilice”, dice el general, que tiene bajo su mando a 155 agentes en un país de 4,5 millones de libaneses y 1,5 de millones de refugiados sirios.
En el sótano de la comisaría, 30 toneladas de droga aguardan a ser incineradas. “Desde 2014 podemos decir que el 60% de la producción de captagon ha pasado a Líbano y el 40% restante sigue en Siria”, calcula el general.
Un puñado de unas 10 familias de capos de la Bekaa controla el mercado. “La mayoría de las operaciones son gracias a soplos cuando el producto llega o sale del puerto o aeropuerto. Pero en Líbano estamos muy limitados porque la Bekaa se ha vuelto un territorio muy sensible por su proximidad a Siria y la presencia masiva de refugiados”, explica.
Los agricultores de la Bekaa son los principales afectados por el cierre de la frontera siria. “Solíamos exportar nuestras manzanas y productos por tierra hasta Jordania o el Golfo. Ahora se nos pudren porque no tenemos refrigeradores y no podemos atravesar Siria”, lamenta Abu Ahmed, de 45 años, en Yamune. A la sombra de un techo de mimbre, Ahmed observa cómo varias mujeres sirias llegadas de Raqa remueven la tierra de plantas de cannabis. Con la vecina guerra, los campesinos han perdido el 60% de sus ingresos.
La guerra siria ha incrementado tanto el número de traficantes como de consumidores. Los primeros, como Abu Alí, se exponen a penas de entre siete y 20 años de cárcel si son detenidos. Los segundos, a pasar entre rejas de tres meses a tres años.
“Se criminaliza al consumidor en lugar de perseguir al traficante que todos sabemos donde están”, protesta en Beirut Nadia Mikdashi, directora y cofundadora del Centro de Adicción Libanés Skoun. De las 3.840 personas condenadas en 2016, tan sólo 171 eran traficantes. El resto, consumidores. “En los últimos cinco años hemos logrado importantes avances como que el Ministerio de Salud provea tratamientos a los arrestados y la legalización del Buprenorphine [similar a la metadona]. Pero persiste la criminalización del adicto”.
En Yamune las manzanas han sido desterradas por el cannabis, que crece a escasos 400 metros del último retén militar. “Aquí pocos fuman, pero el hachís paga la universidad de nuestros hijos y el hospital de nuestros padres”, suelta un vecino. Aunque con el auge de la producción han bajado los precios y Abu Ahmed recibe 440 euros por kilo frente a los 876 de otros tiempos. “En 2012 el Ejército vino a quemar nuestros campos, pero les echamos a tiros”, dice este hombre, que asegura que fue la resistencia de este poblado la que paralizó la quema de plantaciones en toda la Bekaa. Al menos hasta que el Gobierno proponga cultivos alternativos o subvencione sus manzanas, defienden los agricultores de la zona, que desde 2014 se lanzan periódicamente a las calles para protestar por el abandono estatal.
Toneladas de opiáceos incautados
Con la ruta hacia el Golfo cortocircuitada por el conflicto sirio, el cultivo de cannabis se extiende en Líbano, donde se ha multiplicado la producción. De los 140 kilos confiscados por el departamento antidroga de las fuerzas de seguridad en 2011, el escueto ejército de 155 agentes a cargo del general Gasan Chamseddine se ha incautado de 2,8 toneladas en 2014 y de 7,6 en 2016. Más peligroso se antoja para este responsable antidroga la irrupción del captagon, que refuerza considerablemente las arcas de los traficantes y está "destrozando a la sociedad". En 2011, las Fuerzas Internas de Seguridad libanesas aprehendieron medio millón de anfetaminas, frente a los 35 millones en 2015 y 12,7 millones en 2016.
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