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ARCHIPIÉLAGO
Columna
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Una petición con cara de ruego (Paloquemao, Bogotá)

Hoy estamos rodeados por líderes que no cometen lapsus, sino que lo son.

Ricardo Silva Romero

Desde que hay redes sociales los políticos han estado haciendo a diario el ridículo que solían reservarse para los días de campaña: podrán haber sido elegidos, pero aún lanzan las acusaciones infundadas, botan a la opinión pública, como a la basura, las noticias dudosas que son patéticos intentos de llamar la atención, y cometen los errores de antología de los candidatos. Aquí en Colombia los políticos son, hoy, una raza de hijos únicos: compiten en Twitter, con quinceañeros de todas las edades, por el protagonismo de esta película del oeste –este sancocho western–, y desatino a desatino van convirtiéndose en su propia caricatura. Siempre ha habido políticos colombianos que dan vergüenza ajena: cómo no si Colombia está en el mundo. Pero hoy estamos rodeados, en el peor sentido de “rodeados”, por líderes que no cometen lapsus, sino que lo son.

En 1963 el ministro José Antonio Montalvo dijo que “a este país lo pacificamos a sangre y fuego”. En 1964 el presidente Guillermo León Valencia gritó “¡viva España!” en honor al general De Gaulle. En 1978 el presidente Julio César Turbay concluyó que “tenemos que reducir la corrupción a sus justas proporciones”. En 2008 el asesor José Obdulio Gaviria explicó a un auditorio de gringos que “nosotros no tenemos desplazados: tenemos migración”. En 2011 el senador Juan Carlos Martínez sentenció: “la plata que deja una alcaldía no la deja un embarque” de coca. Era claro que, si no interveníamos, si no empezábamos a votar por gente seria, por ejemplo, a semejante paso el lenguaje de nuestros líderes iba a empobrecerse día por día: el cambio idiomático, el calentamiento verbal.

Pero nada nos preparó para esas ligerezas violentas –para la propaganda sucia, la sarta de despropósitos y el compendio de bajezas– que se permitirían en sus redes sociales los líderes colombianos que elegimos: quizás sea otra detrás de las pantallas, pero esta semana la representante Cabal –la misma que envió a García Márquez al infierno por castrista, que concluyó que “si uno pone a los negros a trabajar se agarran de las greñas”, que de inmediato condenó al gobierno por la bomba del 17 de junio y gritó “¡estudien vagos!” a una protesta de víctimas– no sólo confesó en un debate que desconfía de la ONU como verificadora del desarme de las Farc “porque ahí está la Unión Soviética”, sino que luego publicó un video irónico en el que explica “a los vagos” que su “pequeño lapsus” se debió a su preocupación por el comunismo.

Dos días después el excandidato presidencial Zuluaga publicaba en Twitter una caricatura pacifista de Matador, pero alterada para enlodar el proceso de paz.

¿Cuál es la moraleja de la historia? Que está bien que los políticos hagan el ridículo, pues pertenecen a una tradición, pero lo mínimo es que no cometan los delitos. Que hoy, en el lejano Oeste sin dios ni ley de las redes sociales, estos doctores Jekyll que deciden nuestra suerte –que elegimos para que elijan vigilantes, magistrados, fiscales por nosotros– se permiten ser místeres Hyde que van por ahí calumniando e injuriando para no quedarse atrás de los desinformados iracundos, pero también se conceden el derecho de condenar a los sospechosos o de pisotear fallos judiciales como si diera igual, como barras bravas ensañadas contra el árbitro: resulta desgarrador ver el video del 29 de junio en el que los jueces del complejo de Paloquemao –en Bogotá– piden a la gente de la Fiscalía, del Estado, de la Justicia y de los medios obrar con sensatez “cuando no estén de acuerdo con una decisión judicial”.

Su petición con cara de ruego es un llamado –a los líderes de aquí y de ahora– a detener esta verborrea que ha dejado de ser una anécdota para volverse un peligro.

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