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Atentados Londres
Análisis
Exposición didáctica de ideas, conjeturas o hipótesis, a partir de unos hechos de actualidad comprobados —no necesariamente del día— que se reflejan en el propio texto. Excluye los juicios de valor y se aproxima más al género de opinión, pero se diferencia de él en que no juzga ni pronostica, sino que sólo formula hipótesis, ofrece explicaciones argumentadas y pone en relación datos dispersos

La claustrofobia de la lucha contra el terrorismo

Las excesos en las medidas contra el yihadismo pueden dañar los mismos valores que se tratan de defender en ese combate

Guillermo Altares
Cintas policiales en un puente de Londres.
Cintas policiales en un puente de Londres.Carl Court (Getty Images)

Se ha convertido en una rutina del horror: cada vez que se produce un atentado yihadista en Europa la pesquisa revela, de forma sistemática, que los autores habían sido investigados en algún momento u otro, que habían estado en el radar de la policía o de los servicios secretos pero que, al final, lograron actuar. La misma polémica que ha estallado ahora en el Reino Unido, tras los atentados del sábado en Londres, se produjo en Francia el 13 de noviembre de 2015, después de los atentados de París que costaron la vida a 130 personas.

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Bernard Godard, que había sido durante décadas el mayor experto en islam del Ministerio del Interior francés, aseguró entonces que era necesario aumentar los efectivos policiales, vigilar lo que ocurría en los barrios y las prisiones, por las que han pasado muchos de los que luego cometen atentados, así como llevar a cabo programas de desradicalización. Y creía que incluso se necesitaban medios para ir más allá: "Recabar informaciones más profundas sobre redes que se están constituyendo es importante, pero no es suficiente. Hay que prevenir antes, hay que trabajar incluso sobre el tráfico de armas. Es esencial coordinar todos los servicios: hay muchas historias de tráfico de armas y drogas que acaban relacionadas con el terrorismo".

Para poner en marcha todas esas medidas se necesitaban muchos fondos, pero también jugar con los límites de los mismos valores que se tratan de defender frente al terror, al forzar las fronteras del Estado de derecho con medidas que van desde la vigilancia constante hasta la detención domiciliaria preventiva, dictada por la policía, ni siquiera por un juez.

Cuando se produjeron los atentados contra el transporte público de Londres, en julio de 2005, se descubrió que tres de los cuatro suicidas que mataron a 52 personas provenían de un barrio en el que eran conocidos. La policía se dio cuenta entonces de que no sabía lo que ocurría en las mezquitas, más allá de algunos templos especialmente escandalosos por su radicalismo del llamado Londonistán. Scotland Yard anunció entonces la creación de una policía especial de proximidad. Hasta el nacimiento primero de Al Qaeda y luego del Estado Islámico (ISIS), los servicios de seguridad se habían curtido en la lucha contra el terrorismo clásico, contra una organización como el IRA, no contra una ideología que puede convertir en un asesino de masas a cualquier fanático que tenga a mano un coche y un cuchillo.

Desde entonces, las medidas antiterroristas no han hecho más que aumentar, tanto en Francia como en Reino Unido, los dos países europeos que han sufrido con más violencia los atentados yihadistas en los últimos años. No se trata solo de desplegar una enorme presencia policial (e incluso del Ejército) en los espacios públicos: en Reino Unido, cualquier ciudadano es grabado casi de manera constante cuando sale a la calle. Sin embargo, todo eso se ha revelado por ahora insuficiente. La policía puede detectar si alguien se ha radicalizado, por su propia información, a través de agentes de barrio o encubiertos, o por la colaboración ciudadana (mezquitas, imanes, vecinos, vigilancia de redes sociales), investigar si alguien desaparece y puede haber viajado a Siria, Irak, Afganistán o Pakistán y también buscarle cuando regresa. ¿Y luego?

Las llamadas Control Orders permitían retener a una persona en un domicilio vigilado "para proteger a los ciudadanos del riesgo de terrorismo"

En Francia existe una figura controvertida, que se aplica gracias al estado de excepción, renovado desde el ataque contra Charlie Hebdo en enero de 2015: la asignación a residencia, una medida de restricción de la libertad de un individuo, contra el que no hay cargos concretos, pero que la policía considera que puede ser un peligro para la sociedad. En Francia, el pasado mes de marzo estaban en esa situación 68 personas, 20 de ellas desde hace más de un año, mientras que en febrero de 2016 se había alcanzado la cifra máxima de 268. Reino Unido aplicó una medida similar entre 2005 y 2011, las llamadas Control Orders, que permitían retener a una persona en un domicilio vigilado "para proteger a los ciudadanos del riesgo de terrorismo", básicamente una privación de libertad sin ir a la cárcel con una acusación gaseosa.

Fueron abolidas en 2011 tras una sentencia judicial, pero después de la última oleada de atentados algunos políticos, entre ellos la primera ministra Theresa May, han señalado que los derechos humanos son menos importantes que la lucha contra el terrorismo. Con motivo de su centenario, el Imperial War Museum de Londres ha dedicado una exposición a la guerra contra el terror con un trabajo del artista Edmund Clark, dedicado precisamente a esas Control Orders. Justo antes de su abolición, logró acceder durante dos meses, en diciembre de 2011 y enero de 2012, a la casa donde estaba recluido un hombre. La exposición, basada en decenas de pequeñas fotos con todos los detalles de la vivienda, trata de trasladar al visitante la sensación de claustrofobia y encierro que debía sufrir la persona recluida en esa casa. Pero esta metáfora puede aplicarse a la sociedad: no se trata de un problema legal —que también—, sino sobre todo de saber si las medidas que tomamos para evitar la violencia acabarán por encerrarnos también a nosotros, por someternos a la misma claustrofobia que trataba de recrear Clark. El debate lleva abierto más de una década y nadie ha encontrado una solución. Tampoco a la violencia.

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Sobre la firma

Guillermo Altares
Es redactor jefe de Cultura en EL PAÍS. Ha pasado por las secciones de Internacional, Reportajes e Ideas, viajado como enviado especial a numerosos países –entre ellos Afganistán, Irak y Líbano– y formado parte del equipo de editorialistas. Es autor de ‘Una lección olvidada’, que recibió el premio al mejor ensayo de las librerías de Madrid.

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