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Almere, semillero del voto xenófobo holandés

Una ciudad holandesa con un 25% de inmigrantes resume el debate sobre la identidad y la integración que centra las elecciones

Calle principal de Almere, días antes de las elecciones en Holanda
Calle principal de Almere, días antes de las elecciones en HolandaMARC DRIESSEN
Juan Diego Quesada

Gerry y JP rondan los 40 años. Son amigos. Uno es alto y el otro es bajo, uno está rellenito y el otro es más delgado. Uno tiene una dentadura perfecta y al otro le faltan dos dientes. Los dos trabajan juntos en una empresa que le hace las labores de jardinería al Ayuntamiento de Almere, una ciudad a 20 kilómetros de Ámsterdam que vota mayoritariamente al partido del líder xenófobo Geert Wilders, uno de los favoritos en las elecciones holandesas que se celebran el miércoles. Gerry y JP ganan poco más que el salario mínimo pero prefieren estar con un azadón en la mano que aburridos en casa cobrando el subsidio oficial del Estado. Sin embargo, dicen que no todos piensan como ellos. Les ocurre que a veces están cortando el césped a las diez de la mañana y un vecino abre la ventana y les pide que no hagan tanto ruido, que no son horas de estar molestando. "¡A las diez! ¿Se lo puede creer? No somos racistas pero los que se quejan son marroquíes y su casa huele a marihuana", dice JP. Gerry asiente con la cabeza.

La ciudad en la que trabaja la pareja de jardineros se levantó en los años 70 en un pólder, los terrenos ganados al mar. Hartos de los pequeños y caros apartamentos de Ámsterdam, una generación de jóvenes con hijos pequeños se instaló aquí en espaciosas casas con jardín. Era también una forma de huir de una ciudad que ya no reconocían como suya, cada vez más multicultural y abierta 24 horas para los turistas atraídos por las luces del Barrio Rojo.

Los primeros habitantes vivían en lo que a ellos les parecía un pequeño paraíso alejado de los problemas de la globalización pero en paralelo las empresas comenzaron a abrir fábricas en los alrededores. Pronto necesitaron mano de obra para trabajos que no querían hacer los holandeses y reclutaron a gente del Rif de Marruecos, una zona aislada y pobre de ese país. Los inmigrantes llegaron con la etiqueta de trabajadores temporales pero la realidad es que nunca se fueron y sus hijos nacieron holandeses.

Almere ha crecido desde entonces a un ritmo vertiginoso. Ya es una de las cinco ciudades más grandes del país. En el camino una buena parte de sus 200.000 habitantes ha abrazo con fervor la ola de populismo de extrema derecha que barre Europa y saca partido de los temores sobre la inmigración, la eurofobia y el resentimiento contra el establishment. El Partido para la Libertad, el de Wilders, es mayoría en el Ayuntamiento con ocho concejales.

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Para los estándares de la mayoría de los países europeos Almere sería una ciudad ordenada, limpia, pujante y con cierto encanto, pero en el contexto holandés, con una renta media por habitante de más de 50.000 euros, no tiene mucho prestigio vivir por estos lares. "Antes la gente se tenía respeto. Podías dejar tu casa y tu coche abiertos. Ahora no nos sentimos seguros. No es odio, es la verdad, guste o no", explica Simone Bradwijk, de 40 años. Ha oído el rumor de que Wilders iba a aparecer por sorpresa para dar un mitín en Almere y lleva un rato dando vueltas con su mejor amiga, Astrid van Dongen.

Las amigas están locas por toparse con el político que ha prometido cerrar las fronteras a los inmigrantes islámicos, prohibir el Corán y cerrar mezquitas. "Va a ganar, va a cambiar este país y el resto de políticos va a tener que terminar apoyándolo. Cada vez somos más", dice van Dongen, tocada con un sombrero. 

Simone Bradwijk (i) y Astrid van Dongen, seguidoras de Wilders, en Almere
Simone Bradwijk (i) y Astrid van Dongen, seguidoras de Wilders, en AlmereMARC DRIESSEN

Que cada vez sean más puede ser verdad, a la luz de los sondeos que colocan a Wilders con posibilidades de ser el más votado esta semana, en la que será la primera de las grandes citas electorales europeas que van a medir este año el poder real de la ultraderecha en Holanda, Francia y Alemania y quizá Italia. Lo que no es cierto, con los datos en la mano, es que Almere sea ahora una ciudad más peligrosa. El índice de criminalidad ha bajado un 14%, su nivel más bajo en la última década, según un informe municipal. La razón del descenso es que han logrado atajarse los robos en vivienda.

Gerry y JP almuerzan a mediodía dentro de la furgoneta. Antes de jardinero, Gerry dice que fue camionero de una empresa de pollos. Era un empleo muy reputado y bien pagado pero la mayoría de empresas de transporte se deslocalizaron a Rumania y ahora son los camioneros rumanos los que cruzan la carretera con la bodega llena de pollos. En esa época trató con muchos trabajadores inmigrantes, "tipos que trabajaban duro", pero cree que muchos otros viven de las ayudas sociales. Ambos dicen haber perdido la fe en los partidos tradicionales y no tienen muy claro que el Estado les favorezca en algo.

Para algunos las aguas no bajan tan revueltas. Es cierto que el partido de Wilders tiene más votos que nadie en el consejo municipal e incluso éxito con medidas como mejorar el refugio para perros o plantar más árboles, ideas apoyadas por el resto de bancadas, pero en los temas referentes a la inmigración se encuentran con el rechazo de la oposición, que suma más votos. Robert Schipper, de 47 años, pesca en un canal y dice que en Almere "se vive de maravilla" y que todo el que venga a esforzarse es bienvenido. Lo mismo opina Sjoend, basurero municipal: "creo que somos todos iguales y tenemos los mismos derechos". 

No es difícil saber dónde está la mezquita del centro. Solo hay que seguir a una ristra de hombres con barba y chilaba hacia un camino que cruza un puente. Uno de cada cuatro habitantes de la ciudad no es occidental, según un dato de la Oficina Central de Estadística de 2014. Se refiere a gente originaria de África, América Latina, Asia o Turquía. Pero son los marroquíes -el 6% de la población, según Ipsos-  quienes han centrado las invectivas de Wilders.

El padre de Hassan Boukar llegó en la década de los sesenta a trabajar en una fábrica de plástico. Una década después apeló a la reunificación familiar y trajo a la mujer y a los hijos que le esperaban en Tánger. Boukar, de 57 años, es uno de esos hijos a los que Holanda le sonaba a un lugar remoto pero ahora conduce un torito en una fábrica de coches. Dice que "trabaja con ganas" y que intenta no hacer nada incorrecto "porque con los inmigrantes se es más severo". Habla un neerlandés más que correcto y tiene tres niños que ya nacieron en esta tierra. Dice que se levanta cada día a las siete de la mañana y que ni siquiera fuma tabaco. Nunca ha visto a nadie pidiéndole a los jardineros que apaguen el cortacésped. 

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Sobre la firma

Juan Diego Quesada
Es el corresponsal de Colombia, Venezuela y la región andina. Fue miembro fundador de EL PAÍS América en 2013, en la sede de México. Después pasó por la sección de Internacional, donde fue enviado especial a Irak, Filipinas y los Balcanes. Más tarde escribió reportajes en Madrid, ciudad desde la que cubrió la pandemia de covid-19.

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