De una vez la Historia (Belén de Andaquíes, Caquetá)
Hay costumbres tan colombianas como las ansias de pertenecer a un país al que nadie pertenece
Voz en off: en el departamento del Caquetá, en el sur de Colombia, justo allí en donde los Andes se van volviendo el Amazonas, está cumpliendo cien años un municipio de 11.541 habitantes que acaba de regresar a las noticias por culpa de una estatua dorada de tamaño natural del presidente Santos Calderón. Se llama Belén de los Andaquíes, el pueblo, porque una vez fue el refugio en el que los misioneros capuchinos encontraron a una etnia irreductible tomada por el espíritu del yajé. Sus habitantes votaron “no” a los acuerdos de paz con las Farc en el plebiscito del domingo 2 de octubre: para ser precisos, el 60 por ciento de los belemitas, 1.504 ciudadanos, votaron contra el pacto que había hecho el gobierno colombiano con aquella guerrilla, pero apenas cuatro meses después el monumento refulgente apareció en una de las vías principales del lugar.
Claro: la historia tiene un dramático lado B pues todo parece indicar que, haciendo gala de un inesperado sentido común, la ley colombiana prohíbe que se conmemore a los funcionarios en ejercicio –prohíbe, en resumidas cuentas, que se recuerde lo que no se puede recordar porque aún no ha terminado–, pero de resto es uno de esos relatos satíricos en los que salen a flote costumbres tan colombianas como las ansias de pertenecer a un país al que nadie pertenece; la zalamería cercana a la abyección que por estos lados ha solido llamarse lagartería; la estigmatización de los contendores políticos como estrategia de esta campaña presidencial permanente; la vocación a refundar la sociedad colombiana por decreto como una sociedad progresista, democrática, que esté convencida de que los días de la violencia feudal quedaron atrás.
Hace un par de semanas el señor alcalde de Belén de los Andaquíes, el joven conservador Edilmer Ducuara Cubillos –elegido por 1.937 votos y reconocido como el hombre que le cambio la cara al pueblo en plena celebración de su centenario–, fue señalado y escaldado por la oposición como otro traidor a los resultados del plebiscito por haber permitido semejante estatua de Santos Calderón en tiempos de polarización. Ducuara Cubillos aclaró apenas pudo, bajo esa vigilante mirada centralista que reduce todo pueblo a su parodia, que la estatua maldita –mitad lógica, mitad ridícula– no había sido su idea, ni había sido erigida con los dineros sagrados del municipio, ni había sido un homenaje politiquero a un presidente en ejercicio, sino un reconocimiento apenas justo a un Premio Nobel de la Paz que iba a serlo siempre.
Hubo un tiempo en que los pueblos colombianos fueron un pulso sangriento entre conservadores y liberales. Hubo una vez, que aún pasa, cuando las poblaciones nacionales parecían caseríos del lejano Oeste atrapados en el fuego cruzado entre las bandas. El escritor bogotano Hernando Téllez escribió en 1950 un cuento escalofriante, “Espuma y nada más”, sobre un barbero rebelde que tiene la rara oportunidad de degollar en la silla de la barbería al capitán que tortura a los suyos: “no quiero mancharme de sangre –piensa el protagonista–. De espuma y nada más”. García Márquez le respondió en 1962 con un relato de humor, “Un día de estos”, en el cual quien tiene la oportunidad es un dentista: “tiene que ser sin anestesia –dijo”. Es increíble que medio siglo después estemos leyendo como una parodia la historia del alcalde del “sí” en el pueblo del “no”.
“Increíble” no es la palabra: Colombia es Colombia. Y sí, hoy es lo común contar la Historia antes de que termine, y vivir se ha vuelto hacerse un monumento, pero aquí siempre fue así, aquí siempre se redujo, se estereotipó, se estigmatizó, se condenó, se fusiló al contendor para que el humo no dejara –y no deje– ver la paz.
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