Macron, un presidente ‘prêt-à-porter’
El candidato al Elíseo, con 39 años, se ha convertido en el favorito por su carisma y su ambigüedad política
Emmanuel Macron (Amiens, 1977) reúne tantas razones para ser presidente como para no serlo. Demasiado joven (39 años). Carece de un partido político. Y ha construido una candidatura volátil en cuestión de meses. Pero todos estos obstáculos convencionales no han disuadido una insólita conjunción astral a su favor. Y no solo por su carisma y por su perfil “no político”, además porque la coyuntura catastrofista de sus adversarios le ha despejado el camino hacia el Elíseo como si estuviera predestinado desde la cuna a la sucesión de François Hollande.
No iba a faltar en el psicodrama de la política francesa un crimen lacaniano y edípico. Macron fue el ministro de Finanzas hasta el último verano, promovió la polémica reforma laboral desde presupuestos bastante liberales y abjuró del cargo para centrarse en sus propias ambiciones. Muy pequeñas al principio, en la incredulidad y condescendencia generales. Muy grandes ahora, toda vez que sus rivales en el maratón elíseo se han convertido en rehenes de sus propias candidaturas. Benoît Hamon está demasiado a la izquierda. Marine Le Pen está demasiado a la derecha. Y François Fillon parece carbonizado en los escándalos de nepotismo que aireó Le Canard Enchaîné.
Quién mejor para aprovechar el hueco vacante que un candidato prêt-à-porter, un presidente listo para llevar, a quien no preocupa la ambigüedad ideológica desde que trasladó a sus compatriotas el pasado mes de agosto aquello que ya sabían o habían asumido: “Lo confieso, no soy socialista”.
Le valdría no cometer errores. Consolidar su don para saber estar dentro desde fuera y fuera desde dentro
¿Qué es entonces? Las dudas se derivan de una premeditada habilidad en especular como un hechicero con la manija del centro. Un caladero que retrata el conservadurismo antropológico de los franceses y que el nuevo golden boy pretende dilatar hasta la victoria. Las encuestas le conceden la medalla de plata en la primera vuelta, por debajo del Frente Nacional, pero el trauma político derivado de la victoria parcial de Le Pen tendría que rectificarse en la segunda vuelta.
Macron asumiría como combustible propio la responsabilidad republicana del electorado. Entre otras razones, porque sus connotaciones populistas —el mesianismo, la promesa de reformar el país de arriba abajo, la telegenia, la filantropía— no tienen que ver con los bajos instintos lepenistas —o trumpistas— ni contradicen su pertenencia a la esencia misma del establishment.
Macron, en efecto, proviene de la Escuela Nacional de Administración (ENA). Tres siglas que identifican la mayor casta político-financiera de Francia y que le pusieron en órbita para trabajar en la banca Rothschild. Es la razón por la que su candidatura se percibe con atención y entusiasmo en el sistema. Y el motivo por el que Macron ha considerado necesario enfatizar su conciencia social. Hasta el extremo de que sus discursos incorporan el epílogo de la solidarité a los principios de la liberté, égalité, fraternité.
Cree en la UE y en la cesión de soberanía tanto como rechaza cualquier intromisión de la religión
Encarna Macron el neorrepublicanismo. No incurriendo en la exaltación patriótica ni en el nacionalismo, sino reivindicando el laicismo y el europeísmo. Cree en la UE y en la cesión de soberanía tanto como rechaza cualquier intromisión del fenómeno religioso en la vida pública. Incluido el uso del burkini en las playas y piscinas comunes.
Le viene de antiguo a Macron el recelo. No por el islam, sino por el escándalo doméstico que le supuso enamorarse de su profesora de lengua. Le sacaba ella 24 años y se consideró un vínculo intolerable en el colegio jesuita donde trascendieron los amoríos. La relación cuestionaba las propias leyes —15 años tenía Macron—, pero la pareja tuvo ocasión de reconstruirse con el tiempo. De hecho, Brigitte Trogneux, la maestra, es la actual mujer del favorito al Elíseo. Se divorció para formalizar la relación (2007). Y Macron asumió como propia la herencia de tres hijos y hasta de siete nietos.
Esta filosofía de clan o de modern family conviene a la imagen progre de Macron. Y supone una novedad en la trastienda sentimental del Elíseo. Mitterrand tenía una familia paralela en la clandestinidad. Chirac se rodeaba de favoritas. Sarkozy y Hollande abjuraron de sus parejas en beneficio de esposas más jóvenes (Carla Bruni, Julie Gayet) y relacionadas con el mundo de la cultura y de la farándula.
Tampoco es habitual en Francia que la vida sexual de un candidato se convierta en arma electoral, pero Macron ha tenido que desmentir esta misma semana que mantenga, como se rumoreaba, una relación con el jefe de Radio France, Mathieu Gallet.
Se juega en todas las categorías la batalla presidencial. Por eso madame Trogneux, consciente de su influencia de gran matriarca, concedió hace unos días al semanario Paris Match uno de esos reportajes almibarados que exhuman los detalles del álbum familiar.
A Macron le valdría con no cometer errores. Consolidar la habilidad de estar fuera desde dentro y estar dentro desde fuera. Superministro de un Gobierno socialista sin ser socialista. Producto genuino del sistema sin parecerlo. Significarse como una “novedad” inmaculada en los tiempos de la política líquida. Y suscitar un estado de excitación providencial no a partir de un partido convencional, sino de un movimiento cuyo nombre, En Marcha, define conceptualmente el macronismo cinético. Se mueve Macron y piensa seguir haciéndolo hasta las elecciones del 23 de abril, del mismo modo que seguirá perseverando en el ardid de enseñar y esconder a la vez su programa político. Ni de izquierdas, ni de derechas. Con todos y para todos.
Hay que remontarse a Silvio Berlusconi para encontrar un fenómeno de semejante fugacidad y ambiciones. Il Cavaliere construyó Forza Italia en cinco meses, pero Macron no ha dispuesto de una plataforma televisiva a su servicio. Otra cuestión es que el desprestigio de la política francesa y el despecho iconoclasta del electorado permita evocar aquella escena de Tiempos modernos en la que Chaplin recoge del suelo una baliza roja que se ha desprendido de un camión cuyo remolque transporta una cristalera. Lo agita Charlot para llamar la atención del conductor. Y nada más hacerlo se convierte en el líder involuntario de una enorme manifestación. No basta con pretender ser presidente, sino encontrar el momento para lograrlo.
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