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Los vientos del ‘Brexit’ soplan ahora contra Theresa May

La primera ministra plantea batalla a los que abogan por una salida suave de la UE

Pablo Guimón
Theresa May junto al secretario de Estado de Comercio, ayer en Londres.
Theresa May junto al secretario de Estado de Comercio, ayer en Londres.Dan Kitwood (Getty)

"Queredme u odiadme, pero no atéis mis manos cuando estoy negociando en nombre de la nación”. La frase, con la que John Major quiso acallar en 1997 a los euroescépticos de su partido, resume el mensaje que Theresa May lanzó ayer, en medio de la mayor crisis a la que se ha enfrentado desde que el pasado julio se mudó a Downing Street. Pero esta vez el destinatario era el otro bando: el de los diputados proeuropeos a los que, el pasado jueves, tres magistrados devolvieron la iniciativa en el Brexit al fallar que el Parlamento deberá aprobar el inicio del proceso.

En un artículo en el Sunday Telegraph, May advirtió de que el fallo judicial contra su Gobierno no es una mera cuestión de forma, y urgió a los diputados que lamentan el resultado del referéndum a “no abrir viejas batallas” y a aceptar de una vez por todas “lo que el pueblo ha decidido”. La primera ministra ha declarado la guerra a quienes, dentro de su propio partido, pretenden convertir el escrutinio parlamentario del proceso en un mecanismo para forzar un Brexit más suave. May advierte que, forzada a enseñar sus cartas, perderá fuerza en la negociación. El debate público vuelve a crisparse y los vientos del Brexit soplan ahora contra May. Hace tan solo un mes los más radicales euroescépticos paseaban a un palmo del suelo por los pasillos del centro de convenciones que acogía el congreso anual tory en Birmingham. Auditorios llenos aplaudían sus populistas llamadas al optimismo ante los nuevos horizontes ignotos. El Partido Conservador había superado sin despeinarse la mayor crisis interna de su historia reciente y cerraba filas en torno a Theresa May, su nueva líder y primera ministra no electa.

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El verano había pasado y ni rastro de la recesión inminente que habían pronosticado los agoreros de las élites proeuropeas. Quien osara matizar la línea oficial corría el riesgo de ser acusado de traición a la voluntad del pueblo. “Ahora todos somos brexiters”, ese era el nuevo mantra, encarnado por la propia primera ministra con la autoridad de alguien que, con perfil bajo, había defendido la permanencia.

Entonces Theresa May se pasó de largo. Acaso arrastrada por la euforia colectiva, la primera ministra dejó claro en Birmingham cuál era su interpretación del polisémico mandato que los británicos lanzaron en el referéndum: el del 23 de junio fue un voto para controlar la inmigración. La prioridad era el control de las fronteras, incluso si este significaba renunciar al acceso al mercado único. Sus ministros se encargaron de desarrollar la idea con anuncios de medidas rayanas en la xenofobia. Empezaban los problemas para May. Los mercados reaccionaron con una caída histórica de la libra. Un conflicto comercial por el precio del muy británico Marmite cristalizaba los abstractos análisis de los economistas en una muy tangible amenaza al bolsillo de los consumidores: la posibilidad de que la debilidad de la libra traiga inflación. Un informe del ministerio del Interior confirmaba el auge de los delitos xenófobos tras el referéndum. La sucesión de acontecimientos permitía de repente cuestionar el discurso oficial. La marea estaba cambiando, pero Theresa May mantenía el control del timón. Hasta que tres magistrados de la Corte Superior se lo quitaron.

La justicia decretó que el Gobierno no podía activar el artículo 50 del Tratado de Lisboa, que abre formalmente el proceso de salida de la UE, sin la autorización del Parlamento. Si los poderosos tabloides de derechas son la voz del Brexit, bastaba bajar a los quioscos el viernes para comprobar el cambio de paradigma. “Los enemigos del pueblo”, titulaba a toda página el Daily Mail, señalando a los magistrados firmantes del fallo. La retórica del establishment contra la gente volvía con toda su fuerza. El Gobierno indicó que recurrirá el fallo. Algo que, de entrada, le obligará a dedicar importantes recursos y talento a construir una causa para presentar al Supremo. El propio recurso puede demorar el proceso: nadie espera que el Supremo resuelva antes de enero. Además, no parece fácil que el fallo del jueves, bien argumentado sobre la sacrosanta soberanía del Parlamento, se revierta en segunda instancia.

Lo que sí puede esperar el Gobierno es que el Supremo aclare qué tipo de papel tendrán los diputados en la invocación del articulo 50, algo que el fallo recurrido no deja claro. Lo ideal para May sería presentar a los legisladores, después de un debate corto, una moción binaria –sí o no- y no susceptible de enmiendas. Un escenario en el que sería muy improbable que los diputados osaran traicionar la decisión tomada en referéndum. Pero muchos analistas se inclinan por pensar que el Supremo resolverá que el Parlamento debe legislar, con la participación de ambas cámaras, para autorizar al Gobierno a activar el artículo 50, un camino más largo y complejo. En este caso, los diputados –más de un 70% de los cuales votó por la permanencia- y los aún más proeuropeos lores podrían introducir enmiendas y utilizar el proceso legislativo para forzar un Brexit más suave. De entrada, como ya ha hecho el líder laborista, podrían exigir una mayor transparencia en todo el proceso, algo contrario a los planes de May, partidaria de mantener ocultas sus cartas para no debilitar su postura negociadora con Bruselas.

May ha insistido en su compromiso de ajustarse a los plazos anunciados. Pero tiene ahora otros problemas urgentes en la mesa. Por ejemplo, contener la furia desencadenada tras el fallo judicial del jueves. Así se lo han exigido destacadas figuras como el ex fiscal general conservador Dominic Grieve, que dijo que leer la cobertura de determinados periódicos empezaba a hacerle sentir que vivía “en la Zimbabue de Robert Mugabe”. Obligada a rendir cuentas en el Parlamento, un debate público envenenado en paralelo no parece lo más conveniente para una primera ministra que encara la negociación más importante de su vida.

ELECCIONES ANTICIPADAS

Theresa May ha descartado un adelanto electoral, una opción que han propuesto estos días destacados diputados conservadores como último recurso para sortear a un Parlamento beligerante. Pero hay quien piensa que la primera ministra, que cuenta con una mayoría real de solo 15 diputados, podría ir de farol y que sí contemplaría una llamada a las urnas para obtener una mayoría más cómoda. Las encuestas le dan una estimación de voto superior al 40%, frente a un 27% a los laboristas, una de las más sólidas ventajas de los tories desde la guerra de las Malvinas.

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Sobre la firma

Pablo Guimón
Es el redactor jefe de la sección de Sociedad. Ha sido corresponsal en Washington y en Londres, plazas en las que cubrió los últimos años de la presidencia de Trump, así como el referéndum y la sacudida del Brexit. Antes estuvo al frente de la sección de Madrid, de El País Semanal, y fue jefe de sección de Cultura y del suplemento Tentaciones.

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