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LEYENDO DE PIE
Columna
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Cubanos

Resulta desolador que los venezolanos deban a Hugo Chávez el haber desarrollado una casi total abominación por todo lo cubano

Ibsen Martínez

Vine a caer en cuenta de que Fidel Castro acaba de cumplir ¡90 años! leyendo los portales de la prensa digital.

Nicolás Maduro, superlativo admirador venezolano del cumpleañero, ha volado a La Habana para la ocasión y las fotos nos lo muestran, risueño y de lo más peripuesto, con esa especie de guayabera militarizada que suele vestir, acaso para fundirse mejor con la sargentería bolivariana y sentirse más a tono con sus jefes: los narcogenerales del cártel de Diosdado Cabello.

En cuanto a la significación que para América Latina pueda tener el que Fidel Castro, inminente motivo de los cultos funerarios de la izquierda mundial, llegue gateando y acezante a los 90 años, no creo que pueda añadirse nada más a lo que el brillante escritor cubano Rafael Rojas publicó hace pocos días en estas mismas páginas. Ni decirlo mejor.

Me ocuparé, más bien, de algo que, a un mismo tiempo, me irrita y me entristece. Lo traigo a esta bagatela semanal porque sé que el asunto entristece a muchísimos otros venezolanos.

Me refiero a uno de los efectos rara vez contemplados en sus análisis por los especialistas en política internacional. La verdad, no tendrían por qué considerarlo: no es tema que caiga en el ámbito de sus competencias.

La cosa es ésta: resulta desolador que los venezolanos deban a Hugo Chávez, máximo oficiante del culto en vida a Fidel Castro y su catastrófica revolución, el haber desarrollado una casi total abominación por todo lo cubano, por la “cubanía”, la cubanidad, la “condición cubana”; en fin, como quiera usted llamar a la cálida magia empática que los cubanos dispensaron siempre entre nosotros. Es algo que habría sido inconcebible en Venezuela hace apenas unos lustros.

No exagero al decir que, en Venezuela, contar con un amigo cubano fue siempre como contar con un amuleto viviente contra la mala suerte.

Recuerdo al primer cubano que ví de cerca alguna vez. Se llamaba, y sigue llamándose José Tartabull, y fue por muchos años jugador profesional de béisbol. Llegó a jugar con los Medias Rojas de Boston y, creo que también con el Kansas City, pero en Venezuela jugaba para mi equipo, los Leones del Caracas. Igual que Sandy Amorós, Tartabull era zurdo y jugaba en el jardín izquierdo.

Yo no tendría arriba de 13 años cuando la pandilla con que solía ir al parque de béisbol avistó a Tartabull, después de un partido dominical. Así que este cuento debió ocurrir en 1964.

Estaba Tartabull parado en una “arepera” de la avenida Roosevelt, introduciendo a un lanzador gringo, llamado Ken Rowe, en las delicias de la arepa rellena. Recuerdo que los acompañamos a hasta su alojamiento, un apartohotel cercano, asaeteando a Tartabull con toda clase de preguntas idiotas sobre si no le resultaba incómodo, antinatural, patrullar el jardín izquierdo siendo zurdo.

Nos gustó oírlo hablar, nos gustó su acento, nos gustó el “tumbao” con que caminaba llevando su maletín al hombro, la naturalidad con que se había amañado a nuestro país. Lo que trato de decir es que, más que el hecho de que aquella estrella jugase para nuestro equipo, nos hizo felices constatar cuán chéveremente familiar podía resultar un cubano en Venezuela.

Hoy, cuarenta años más tarde, y después de tres lustros de parasitario protectorado castrista, servilmente promovido por el chavismo, me hieren las palabras de una mujer del pueblo venezolano, proferidas con supremo e insolidario rencor, al comentar la suerte de un médico cubano abaleado por el hampa caraqueña.

”Que se joda”, se le escuchó decir. “ El cubano bueno viene por tierra”.

No es la única que piensa así.

@ibsenmartinez

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