Raza, clase y armas
Más que la elección de un presidente, Estados Unidos quizás esté dirimiendo su propia definición civilizatoria
Las recientes protestas contra la violencia policial en Estados Unidos se suscitaron en respuesta al caso de Philando Castile, muerto en un chequeo de rutina en Minneapolis. “De rutina” por que es común que los afroamericanos sean detenidos por la policía, y cuanto más caros los vehículos que conducen, más probable es el encuentro. El supuesto básico es que un afroamericano—es decir, un negro—conduciendo un auto de lujo, lo ha robado. Es que además es pobre.
Son las históricas fracturas de la sociedad americana: de raza y de clase, superpuestas y simultáneas. Cuando esas fracturas intersectan con las armas, constituyen una poderosa fórmula para la irracionalidad y la violencia.
Ocurre que Castile también tenía permiso para portar armas y así lo informó al oficial de policía. Lo que siguió dio la vuelta al mundo en un video tomado por su novia con un teléfono. El policía le disparó cuando Castile buscaba sus documentos de identidad. Los asistentes a su funeral saludaban con el puño en alto, símbolo del Black Power.
La ola de protestas en el resto del país no fue solo marchar y gritar. En Georgia, un policía fue baleado por un hombre que lo atrajo al lugar con un llamado al 911. En Missouri, otro policía fue atacado luego de detener a un conductor por alta velocidad. Y en Tennessee, un tercero fue baleado y una mujer, muerta.
Algo no funciona bien en un país donde la irracionalidad es perfectamente constitucional
Peor fue el caos de Dallas, donde un francotirador acabó con la vida de cinco oficiales. El atacante, también afroamericano y veterano de Afganistán, fue abatido por un robot policial. Mientras ocurría la balacera, sin embargo, el Departamento de Policía de la ciudad había tuiteado la foto de un “sospechoso” o “persona de interés”. En la misma se veía un hombre afroamericano, vestido con fajina militar y con un rifle colgando de su hombro.
La foto se hizo viral y el erróneo sospechoso se presentó ante las autoridades para demostrar su inocencia. También llevaba consigo el arma, que le fue retenida por la policía. Mark Hughes, la persona en cuestión, apareció en los días subsiguientes en infinidad de programas de televisión, motivado por la necesidad de proteger su nombre y reputación, según sus propias palabras.
En una de las entrevistas Don Lemon, presentador de CNN, le preguntó por el arma, un rifle AR-15, por el motivo de llevarlo a una protesta en la calle y si estaba cargada. Hughes confirmó de qué arma se trataba, dijo que sí estaba cargada pero sin balas en la recamara y que la había llevado en ejercicio de sus derechos, la Segunda Enmienda constitucional.
Lemon insistió sobre “su” razón específica de llevar el arma, más allá de la constitución. Con firmeza, Hughes repetía el mismo argumento. Que los derechos constitucionales son para todos; que cuando los afroamericanos tratan de ejercerlos, a menudo les son negados por los propios representantes de la ley; y que cuando no obstante los ejercen son asesinados por la policía. Y que por esas razones había ido a la protesta con su arma al hombro.
Poseer, pero también portar y exhibir un AR-15—además vistiendo uniforme de fajina, para deleite de los voyeurs—no es banalidad. Versión civil del M-16, el AR-15 y similares es “tan americano como las tarjetas de béisbol y el pastel de manzana”, nos recordaba The Washington Post en junio pasado. Ello a raíz del ataque de la discoteca en Orlando, Florida, realizado con ese rifle, el mismo usado en los ataques de San Bernardino, California.; Aurora, Colorado.; y Newtown, Connecticut; asesinatos en masa que se repiten con frecuencia.
El problema es que un arma no se usa solo para decorar la sala, y eso sin importar la salud mental del dueño. Cuando profundas fracturas de raza y de clase ocurren en una sociedad literalmente armada, la violencia es la inevitable consecuencia. En este tipo de sociedades, la ingobernabilidad bien puede estar al final de ese camino. Justicia por mano propia no es justicia, es anarquía.
En Estados Unidos es un debate constitucional, según el cual en muchos estados poseer y portar armas es legal; legalidad que caduca en el nano segundo en que alguien jala de un gatillo. Para entonces es tarde, obviamente. Algo no funciona bien en un país donde la irracionalidad es perfectamente constitucional. La enmienda en cuestión fue escrita en 1791 para acelerar la lucha por la independencia. Las constituciones que jamás cambian pueden ser tan disfuncionales como aquellas que cambian todo el tiempo.
En los solemnes funerales de Dallas, Obama dijo que el país está menos dividido de lo que se dice. Tal vez, pero tal vez esté más dividido de lo que él supone. El test de Litmus se verá en noviembre. Uno de los candidatos propone, abiertamente, profundizar la división, incluyendo las existentes fracturas raciales y de clase. Y por supuesto que no propone eliminar la Segunda Enmienda constitucional.
Más que la elección de un presidente, Estados Unidos quizás esté dirimiendo su propia definición civilizatoria.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.